Decía Borges que los seres humanos nacen aristotélicos o platónicos;
yo he pensado muchas veces que nacen, nacemos, acreedores o deudores, de
modo que hay quien se pasa toda la vida exigiendo lo que se le debe y
quien vive angustiado por las deudas urgentes que se le están reclamando
siempre. También empiezo a sospechar que se nace para estar dentro o
para quedarse o sentirse fuera, para creerse instalado sin incertidumbre
o para temer a cada momento que lo expulsen a uno de donde acaba de
llegar, que vayan a rechazarlo cuando se acerca al control de pasaportes
de un aeropuerto, incluso que no se le vayan a abrir unas puertas
automáticas. La paradoja es que la mayor parte de los logros más
valiosos, en las artes o en las ciencias, suelen deberse a personas que
están fuera, o al menos al margen, o en una esquina no privilegiada; y
que quienes se encargan de juzgar y de extender certificados de
legitimidad son los que están dentro, los situados, los instalados, los
que mucho antes de llegar a su posición inapelable ya la presentían, ya
la ejercían, ya estaban entrenándose.
Hay quien desconfía tanto de los grupos que nunca aceptaría, a la
manera de Groucho Marx, pertenecer a ningún club que admitiera a gente
tan deplorable como él mismo. Aunque ni siquiera hace falta desconfiar:
basta con sentirse incómodo, con carecer de ciertas habilidades
sociales; basta incluso con una predisposición no necesariamente
melancólica a la soledad. Hay quien cuadra perfectamente en un grupo, en
una generación, en una minoría sexual, en una patria, y ejerce
voluntaria o espontáneamente de portavoz o de figura representativa. A
los amigos pintores de Robert Motherwell —gente tan desatinada como
Jackson Pollock o tan huraña como Willem de Kooning o Mark Rothko— les
sorprendía que Motherwell abrazara con tanto entusiasmo las teorías
sobre expresionismo abstracto elaborado por algunos críticos, que sin
ninguna vacilación hablara y escribiera en nombre de algo, un grupo, una
generación, que para los demás no era más que una confluencia azarosa
de amistades, conversaciones, noches de bebida, solitarios afanes
estéticos.
Los dos más grandes compositores americanos del siglo XX, Charles
Ives y George Gershwin, estaban fuera o al margen, cada uno a su modo.
Ives era un directivo muy competente en compañías de seguros; Gershwin,
un hijo de emigrantes judíos rusos que siempre sintió cierta incomodidad
entre las personas de clase alta a las que lo acercó su éxito. Pero ni
siquiera el éxito le permitió el alivio o la conformidad de pertenecer.
Ganaba mucho dinero componiendo musicales para Broadway, pero quería
escribir también música de concierto y óperas. Entre la gente práctica
de Broadway y de Hollywood, que Gershwin quisiera ser visto como un
compositor serio provocaba desconcierto, y tal vez recelo. Viajó a
Europa para aprender más de cerca una tradición que reverenciaba con la
entrega del advenedizo e intentó ser discípulo de Maurice Ravel. Compuso
Porgy and Bess y los instalados, los guardianes de la
ortodoxia clásica, los que estaban dentro y lo veían como a alguien de
fuera —con un desdén ayudado de manera conveniente por la envidia,
porque Gershwin ganaba muchísimo dinero— lograron amargarle eficazmente
la vida.
El pobre Gershwin murió de un tumor cerebral a los 37 años sin librarse de la amargura por el rechazo crítico de Porgy and Bess,
que ahora es una de las pocas óperas del siglo XX ineludibles en
cualquier repertorio. Los que están dentro deciden cuándo admiten al que
está fuera y cuándo no, y no tienen el menor reparo en condecorarse con
el prestigio de alguien a quien no mucho tiempo atrás habían rechazado.
Quizás a un muerto es más fácil no tenerle envidia.
Hay quien publica un tomo liviano de verso o prosa y enseguida se
llama a sí mismo poeta, escritor, escritor joven, y va a congresos de
poetas vestido de poeta o de escritor joven, y firma manifiestos de
jóvenes poetas o jóvenes narradores, y es incluido en antologías
generacionales o identitarias, y habla con aplomo de los escritores en
primera persona del plural, y muy pronto se hace jurado en premios y
antólogo y dirigente de congresos, cada vez más en el meollo, en el
centro, en el ajo. El formidable Wallace Stevens fue también, como Ives,
ejecutivo de seguros, y parecía exactamente eso. La foto que más me
emociona de Primo Levi es esa en la que aparece en un laboratorio,
vestido con su mandil de químico. Esa profesión que le gustaba tanto era
un antídoto contra las vaguedades de la literatura y contra las
tentaciones gremiales del oficio de escritor. Y es precisamente su
mirada exterior, de científico, una de las razones de su originalidad.
La química era tan importante como la experiencia de Auschwitz en la
literatura de Primo Levi, en su desasosiego de no encontrar nunca un
sitio al que pertenecer indudablemente. El ejercicio de la medicina es
igual de decisivo en la poesía de William Carlos Williams, el menos
previsible, el menos clasificable de los grandes poetas de la lengua
inglesa en el siglo XX. Leyendo su biografía más reciente, escrita por
Herbert Leibowitz, me gusta comprobar la constancia con que Williams
cultivó su posición lateral, menos por voluntad que por temperamento,
por amor al ejercicio diario y muchas veces agotador de sus tareas de
médico, por apego al paisaje entre rural y provinciano de la pequeña
ciudad de New Jersey en la que vivía. No era un ermitaño y le gustaba
mucho cruzar el río hacia Manhattan. Veía a otros escritores, iba al
teatro o a conciertos, visitaba exposiciones, se concedía aventuras
eróticas más o menos secretas. Pero le bastaba regresar a Rutherford y
era de nuevo el doctor Williams, y ninguno de sus pacientes, que solían
pertenecer a familias trabajadoras de emigrantes, imaginaba que aquel
médico bondadoso y eficaz que cobraba tan poco tuviera otra vida volcada
en algo tan ajeno a ellos como la literatura, como la poesía.
Se reconoce en seguida a los que están dentro, a los que han nacido
para estarlo. Es un club en el que por ahora todavía está representado
mayoritariamente el sexo masculino. Hay quien sin haber publicado nada o
casi nada ya ha aprendido todas las maneras, que en su variante
española incluyen una jactancia áspera, un lenguaje de clan, una
destreza para situarse y repartir juego, para intercambiar favores, una
soltura para citar el título de lo que uno mismo ha escrito como si
fuera de dominio público, para pronunciar nombres de pila. La literatura
es un local que ellos controlan desde la barra; acodados en ella,
intercambiando claves, inapelablemente aprobando o descartando,
volviéndose a medias para mirar de soslayo a la concurrencia,
administrando el sarcasmo, contando anecdotillas denigratorias ya muy
manoseadas, detectando candidatos posibles a los que quizás convenga
admitir en el club. Les pasa como decía Augusto Monterroso que les pasa a
los enanos, que tienen un sexto sentido que les permite reconocerse
entre ellos. Siempre están en el secreto de algo que los demás ignoran.
Virginia Woolf, que los padeció bastante, sabía que su dominio es
imperfecto, y, al menos a la larga, tal vez irrisorio. Por eso escribió:
“La literatura está abierta a todo el mundo”. Basta leer con atención y
fervor para estar dentro de la literatura.
El País
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