Hagamos una pausa para reírnos, desde la condescendencia o el nerviosismo. Y ahora sigamos, no sin recordar que acusaciones inquisitoriales parecidas se han hecho antes contra la brutalidad de la Ilíada y contra El mercader de Venecia. En realidad, si de lo que se trata es de fomentar las buenas costumbres sociales y la tolerancia, lo verdaderamente peligroso de nuestra tradición cultural es empeñarse en trasmitirla a las generaciones venideras. El pensamiento más alto y la poesía más auténtica de que guardamos registro han celebrado durante siglos la esclavitud, el aniquilamiento bélico de los enemigos, la sumisión e inferioridad de las mujeres, el castigo feroz de herejes y transgresores de la ley, etc… Claro que también en esas páginas apolilladas se encuentra la reclamación primordial de libertad y justicia, de la protección de los débiles, de una igualdad entre seres humanos que excluya las más arraigadas exclusiones. Y el repudio de quienes abusan de su poder social en contra del resto de los socios. ¿Cómo separar lo uno de lo otro, como cribar lo que nos escandaliza para dejar limpio lo que nos trae esperanza, sin perder por el camino lo sustancial e irrepetible de la cultura misma?
Para algunas “bellas almas” (la denominación solía emplearla Hegel, y no en tono de alabanza) la interpretación del presente es plana, sin perspectiva ni profundidad, llena de preceptos edificantes y vacía de historia. Pretender ahormar la educación a esas insuficiencias y esa suficiencia es sencillamente sabotearla en cuanto posibilidad de potenciar mentes autónomas, realmente ilustradas. No nos libraremos así de los fanatismos criminales que con tanta razón nos alarman (precisamente el fanático es quien vive siempre fijo en el agraviante pasado o en el prometedor futuro) pero castraremos la formación humanista de los ciudadanos que deben defenderse y defendernos de ellos. Conocer bien a Homero, a Dante, a Shakespeare y también a Celine nos refuerza contra el vendaval de las más peligrosas supersticiones, incluidas las de Homero, Dante, Shakespeare y Celine.
Después, conviene promover con cautela una modestia realista y levemente irónica. Dentro de cien años, o quizá de cincuenta (¡el espíritu se acelera para no desaparecer!) nuestros herederos leerán nuestras declaraciones de principios y nuestras recomendaciones morales con frecuente escándalo. Intentarán tachar muchas de las palabras que hemos dicho y de las imágenes que hemos proyectado, quizá algunas de las que hoy nos son más estimadas. Ellos sabrán por qué. Esperemos contar entonces entre los maestros con abogados benévolos, capaces de explicar con mesura y algo de resignación a los neófitos que eran otros tiempos…
El País
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