A Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) le asaltaba desde hacía algún tiempo la incómoda sensación de que le estaban tomando el pelo. Lo empezó a sentir al visitar ciertas exposiciones y bienales, asistir a algunos espectáculos, ver determinadas películas y programas de televisión e incluso le ocurría cuando se arrellanaba en el sillón para leer ciertos libros y periódicos. En esos momentos, como él mismo cuenta, le sobrevenía la sensación, poco definida al principio, de que se estaban burlando de él, de que estaba “indefenso ante una sutil conspiración” para hacerle sentir un inculto o un estúpido, para hacerle creer que un fraude era arte; un embuste, cultura.
De esa sensación surgió una convicción y de esta un ensayo, La civilización del espectáculo (Alfaguara). En sus páginas el premio Nobel de Literatura disecciona la conversión de la cultura en un caos donde “como no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es”. Esa disolución de jerarquías y referentes es consecuencia, para Vargas Llosa, del triunfo de la frivolidad, del reinado universal del entretenimiento. Pero los efectos de este clima de banalización extrema no se limitan a la cultura. Para el escritor, y quizá sea este su juicio más severo, el empuje de la civilización del espectáculo ha anestesiado a los intelectuales, desarmado al periodismo y, sobre todo, devaluado la política, un espacio donde gana terreno el cinismo y se extiende la tolerancia hacia la corrupción, algo que el autor de Conversación en La Catedral ilustra con una anécdota de su tierra natal:
“En las últimas elecciones peruanas, el escritor Jorge Eduardo Benavides se asombró de que un taxista de Lima le dijera que iba a votar por Keiko Fujimori, la hija del dictador que cumple una pena de 25 años prisión por robos y asesinatos.
“¿A usted no le importa que el presidente Fujimori fuera un ladrón?”, le preguntó al taxista.
“No” —repuso este— “porque Fujimori solo robó lo justo”.
Lo justo. La indiferencia moral. La civilización del espectáculo.
“La frivolidad es teneruna tabla de valores completamente confundida,es el sacrificio de la visión del largo plazo
por el corto plazo, por
lo inmediato. Justamente
eso es el espectáculo”
El ensayo, un diamante para la polémica, lo explica Vargas Llosa con voz cálida y precisa, que inunda la línea telefónica desde el otro lado de Atlántico, viernes por la mañana en Lima.
P. Mantiene usted que la cultura se ha banalizado, que triunfa la frivolidad en su peor sentido, que el erotismo pierde en favor de la pornografía, que la posmodernidad es, en parte, un experimento fallido y pedante, que el periodismo amarillea, que la política se degrada, que en la civilización del espectáculo el cómico es el rey… ¿Hay escapatoria?
R. Sí, hay escapatoria. La historia no está escrita, no es fatídica, cambia. Justamente nos ha tocado vivir una época en que hemos visto las transformaciones históricas más extraordinarias e inesperadas. Si alguien me hubiera dicho cuando yo era joven que iba a ver la desaparición de la Unión Soviética, la transformación de China en un país capitalista; si alguien me hubiera dicho que América Latina iba a estar en pleno proceso de crecimiento, mientras Europa vivía su peor crisis financiera en un siglo, no me lo hubiera creído y, sin embargo, todas esas cosas han pasado. Desde luego que se puede esperar una renovación de la vida cultural, de las artes, de las humanidades, y que abandone ese sesgo cada vez más frívolo, superficial, que yo creo que es una de sus características principales hoy en día; no la única, porque hay excepciones a la regla, afortunadamente. Pero esa banalización tiene consecuencias no solamente en el campo de la cultura, sino en todos los otros. Por eso en el libro me refiero a la política, incluso a la vida sexual, a la relación humana. Todo eso se puede ver muy afectado si la cultura vive en la banalización, la frivolización permanente.
“No todos pueden ser cultos de la misma manera, no todos quieren ser cultos de la misma manera y no todos tendrían que ser cultosde la misma manera,
ni muchísimo menos”
P. Y eso le produce un cierto enfado, sensación de tomadura de pelo. ¿Desde cuándo?
R. Es un proceso, no llega de una vez, pero sí recuerdo, por ejemplo, el shock que supuso para mí hace algunos años visitar la Bienal de Venecia, que era una vitrina del prestigio y la modernidad, de la novedad, del experimento, y de pronto, después de un recorrido de un par de horas, llegar a la conclusión de que allí había mucho más fraude, embuste, que seriedad, que profundidad. Fue para mí una experiencia bastante importante, que me llevó a reflexionar sobre este tema. Al final del libro, en un texto que es bastante personal, cuento cómo enriqueció mi vida leer buenos libros, conocer la gran tradición pictórica, el mundo de la música, cómo eso dio un sentido, un orden, una organización al mundo que lo hizo para mí muchísimo más interesante, más rico, más estimulante. Yo creo que sería una tragedia que justamente en una época en que hay un progreso tecnológico, científico, material extraordinario, al mismo tiempo, la cultura vaya a convertirse en un puro entretenimiento, en algo superficial, dejando un vacío que nada puede llenar, porque nada puede reemplazar a la cultura en dar un sentido más profundo, trascendente, espiritual a la vida.
Los periódicos más serios tratan de resistir al sensacionalismo, pero si la supervivencia está en juego tienen que hacer concesiones
P. Hay un momento, cuando habla usted de la añoranza, en el que dice: “Lo peor es que probablemente este fenómeno [la banalización de la cultura] no tenga arreglo y lo que yo añoro sea polvo y cenizas sin reconstitución posible”.
R. Espero equivocarme.
P. Ese pesimismo resulta llamativo en alguien de su éxito.
R. …nostalgia de viejo. A ratos siento, sí, cierta angustia porque… Mire, yo viví en Inglaterra y me acuerdo el deslumbramiento que me produjo ver la televisión; la que había conocido antes era muy pobre, muy mediocre, y de pronto descubrí que sí había posibilidades de utilizar la televisión en un sentido creativo y no solo porque los mejores escritores y dramaturgos escribían para la televisión… Había un programa que veía con pasión, se llamaba Panorama, periodismo de investigación. Me acuerdo, por ejemplo, de una entrega de dos horas sobre los disidentes en la Unión Soviética filmado en Moscú clandestinamente. Y de pronto, al cabo de los años, vi que la televisión de Inglaterra había caído también en la frivolidad total. Los mejores países, los que uno supondría que están más defendidos contra eso, han ido también sucumbiendo a esa especie de mandato generacional hacia el facilismo, la superficialidad, la frivolidad. Hay excepciones, desde luego...
P. …su propia obra es una excepción. ¿No es un ejemplo de que la capacidad de autocrítica sobrevive? ¿Qué no todo es autocomplacencia y frivolidad?
R. Sí, pero es siempre preocupante que el mayor vigor, la mayor riqueza, esté ahora en el pasado más que en el presente; que no sea algo de actualidad, sino que hay que volver la vista atrás… Y hay otro aspecto. Junto a la frivolización, hay un oscurantismo embustero que identifica la profundidad con la oscuridad y que ha llevado, por ejemplo, a la crítica a unos extremos de especialización que la pone totalmente al margen del ciudadano común y corriente, del hombre medianamente culto al que antes la crítica servía para orientarse en la oferta tan enorme.
P. Pero lo que plantea es volver a los patrones culturales. ¿Es eso posible? ¿Existe legitimidad para hacerlo? ¿No hay un cierto aristocratismo en todo ello?
R. Aristocratismo es una palabra que provoca mucho rechazo, pero por otra parte el rechazo de la élite en bloque es una gran ingenuidad. No todos pueden ser cultos de la misma manera, no todos quieren ser cultos de la misma manera y no todos tendrían que ser cultos de la misma manera, ni muchísimo menos. Hay niveles de especialización que son perfectamente explicables, a condición de que la especialización no termine por dar la espalda al resto de la sociedad, porque entonces la cultura deja ya de impregnar al conjunto de la sociedad, desaparecen esos consensos, esos denominadores comunes que te permiten discriminar entre lo que es auténtico y lo que es postizo, entre lo que es bueno y lo que es malo, entre lo que es bello y lo que es feo. Parece mentira que se haya llegado a un mundo donde ya no se pueden hacer este tipo de discriminaciones. Porque eso sí, si desaparecen esas categorías es el reino del embuste, de la picardía… La publicidad reemplaza al talento, lo fabrica, lo inventa.
P. Usted extiende su crítica a la cocina o la moda que están pasando a formar parte de la alta cultura.
R. Justamente esa es una de las manifestaciones de esa banalización y de esa frivolidad. No tengo nada contra la moda, me parece magnífico que haya una preocupación por la moda, pero desde luego no creo que la moda pueda reemplazar a la filosofía, a la literatura, a la música culta como un referente cultural. Y eso es lo que está pasando. Hoy en día hablar de cocina y hablar de la moda, es mucho más importante que hablar de filosofía o hablar de música. Eso es una deformación peligrosa y una manifestación de frivolidad terrible. ¿Qué cosa es la frivolidad? La frivolidad es tener una tabla de valores completamente confundida, es el sacrificio de la visión del largo plazo por el corto plazo, por lo inmediato. Justamente eso es el espectáculo.
P. Pero no encierra esa perspectiva una excesiva idealización del pasado, como esa edad dorada platónica que tanto criticaba Popper, y que tiene como consecuencia fosilizar la sociedad, cerrarla al cambio...
R. No, yo no estoy por la fosilización. No soy un conservador en ese sentido, desde luego que no, y sé que en el pasado, al mismo tiempo que Cervantes y que Shakespeare, existía la esclavitud, el racismo más espantoso, el dogmatismo religioso, la Inquisición, las hogueras para el disidente… Yo sé muy bien que el pasado venía con todo eso, pero al mismo tiempo no se puede negar que en ese pasado había cosas muy admirables, que han marcado profundamente el presente, que enriquecieron la vida de las gentes, la sensibilidad, la imaginación. Y esa era una función que tenía la alta cultura, y hoy día no se puede ni siquiera hablar de alta cultura porque eso es incorrecto, políticamente incorrecto.
P. Hay una defensa muy interesante del erotismo en el libro, como obra de arte frente al “sexo descarnado”.
R. El erotismo fue en el mundo de la experiencia la conversión de un instinto en algo creativo, en una verdadera obra de arte y eso fue posible gracias a la cultura. Yo no creo que el erotismo nazca simplemente de una experiencia pragmática del sexo, ni muchísimo menos. Creo que es la cultura, que son las artes, el refinamiento de la sensibilidad que produce la alta cultura, la que crea el erotismo. El erotismo es una manifestación de civilizaciones, se da en sociedades que han alcanzado un cierto nivel de civilización. Y al mismo tiempo significa el respeto de las formas, la importancia de las formas en la relación sexual. Y ahí yo cito mucho a Georges Bataille, él defendió siempre el erotismo justamente como una manifestación de civilización, y fue muy reticente a la permisividad total porque creía que la permisividad total iba a matar las formas y al final se iba a llegar, otra vez, a una especie de sexo primitivo, salvaje. Y algo de eso ha pasado en nuestro tiempo.
P. Es decir, le falta erotismo a nuestra cultura.
R. Por eso el sexo significa tan poco para las nuevas generaciones. Significa un entretenimiento que es casi una gimnasia. Es como segar una fuente riquísima no solo de placer sino de enriquecimiento de la sensibilidad.
P. ¿Qué pensaría el Vargas Llosa de 25 años del libro que ha escrito el Vargas Llosa de ahora?
R. No me lo puedo imaginar. A nosotros nos ha tocado vivir una diferencia generacional sin precedentes en la historia. Precisamente por la extraordinaria revolución tecnológica, audiovisual, el mundo es tan absolutamente diferente que es muy, muy difícil ponerse hoy en día en la piel de un joven. Hay muchas cosas en el pasado que hay que suprimir, que hay que reformar sin ninguna duda. Pero hay una que yo creo que no, que hay que conservarla renovándola, actualizándola, que es la cultura. Una civilización que ha producido Goya, Rembrandt, Mahler, Goethe no es despreciable, no puede ser despreciable. Eso fijó unos ciertos patrones que deben ser, si se quiere, criticados pero mantenidos, continuados. Y esa continuación es la que yo creo que se pierde si la cultura pasa a ser una actividad secundaria y relegada al puro campo del entretenimiento.
P. Habla del pesimismo, del catastrofismo, incluso como un peligro mayor que la corrupción y cita una juventud apática, recluida en la hostilidad sistemática, aburrida. Fenómenos como el del 15-M, el de Occupy Wall Street, ¿no le generan cierta esperanza?
R. Sí, cierta esperanza sí. Siempre y cuando no se orienten en el sentido equivocado. Porque hay un cierto conformismo en la inconformidad. En eso Foucault escribió cosas muy interesantes. Pero sí, creo que hay estallidos entre los jóvenes que son bastante interesantes. No soy pesimista, sino más bien optimista, las cosas pueden cambiar para mejor. Pero hay algunos aspectos en los que es muy importante una crítica muy radical de un fenómeno representa una decadencia.
P. Una decadencia en la que incluye la corrupción política. Para ilustrarla cita usted una anécdota vivida por el escritor Jorge Eduardo Benavides, en Lima, cuando un taxista le dijo que votaba a Fujimori porque “solo robó lo justo”.
R. A mí me pareció maravillosa la historia. Hay una mentalidad ahí detrás ¿no? Un político puede robar; es más, no puede no robar, pero lo importante es que robe no más de lo debido.
P. Y ese tipo de conductas se están extendiendo…
R. …es por el desplome de los valores, no solamente estéticos, sino otros que antes, por lo menos de la boca para fuera, todos respetábamos. El político ya no debe ser honrado, debe ser eficaz. El ser honrado parece una imposibilidad connatural al oficio. Bueno, si se llega a un pesimismo de esa naturaleza entonces estamos perdidos. Y creo que no es verdad y yo lo digo, eso no es verdad. Pero hay una mentalidad que identifica la política con la picardía, con la deshonestidad. Es peligrosísimo sobre todo para el futuro de la cultura democrática. Si vamos a pensar eso entonces la cultura democrática no tiene sentido y a la corta o la larga va a desplomarse también.
P. Pero hay países donde hay mayor protección frente a la corrupción.
R. Por supuesto. La gran diferencia está en el mundo de la democracia y en el mundo del autoritarismo. En democracia hay corrupción, desde luego, lo estamos viendo todos los días. Pero precisamente lo vemos, sale a flote, existe una justicia más o menos independiente que puede todavía sancionar a los culpables. España es un ejemplo. Se puede decir que hay mucha corrupción pero estamos viendo casos de políticos importantísimos que son sentados en el banquillo de los acusados y que son condenados por pícaros, por ladrones, por traficantes. Bueno, esa es la gran diferencia. Eso no se ve en Cuba o China, donde de repente te enteras de que le cortan la cabeza a un señor porque dicen que delinquió y tenía cargos políticos. Hay diferencias. Y dentro de las democracias también. Las más avanzadas son menos corruptas que las más primitivas, las que son mucho más ineficientes. Recuerdo que en los años en que viví en Inglaterra, el escándalo más grande de corrupción fue el de un ministro de Margaret Thatcher, que no solamente perdió su ministerio sino que fue preso y perdió prácticamente todo su patrimonio por haber pasado un fin de semana en el Hotel Ritz de París, pagado por un jeque árabe. O sea, una corrupción de unos cuantos cientos o unos cuantos miles de libras esterlinas. Como comprenderá, eso en la época de Fujimori en el Perú era lo que robaba normalmente un pequeño alcalde. Ya no le digo los millones de millones de millones que consiguieron Fujimori y Montesinos. La sanción social fue muy escasa, puesto que en las últimas elecciones estuvo a punto de subir otra vez al poder con el voto popular. Esas diferencias sí son muy importantes. Y creo que es fundamental ser muy exigente y riguroso en ese campo, y no pensar que por ser político se tiene derecho a robar hasta cierto límite.
P. En las dictaduras hay evidentemente más corrupción. Pero también se da un fenómeno inverso. Ahí es donde la lucha de los intelectuales cobra mayor sentido. Es el caso de China con un premio Nobel de la Paz encarcelado.
R. Absolutamente. Cuando la libertad desaparece es cuando la libertad de pronto resulta importante. Y cuando la lucha por la libertad se convierte en una prioridad, el intelectual, el escritor, el poeta, el novelista, el pintor, de pronto empiezan a tener una importancia central en esa lucha. Ese es un fenómeno que lo estamos viendo en China, es interesantísimo, el caso de Ai Weiwei. Es una figura que representa hoy en día el espíritu de resistencia, la voluntad de apertura, de modernización, de democratización.
P. Al tratar de la degradación de los valores, incluye también el sensacionalismo en la prensa. ¿Cree usted en la autorregulación como una vía para atajar estas prácticas?
R. Creo que es la única. Que la propia prensa asuma una responsabilidad. Eso no se resuelve con sistemas de censura, ni muchísimo menos. Pero además yo creo que el sensacionalismo es la expresión de una cultura. La prensa forma parte de la vida cultural de un país. Y si la cultura empuja a la prensa a la chismografía, y hace de la chismografía un elemento central, al final el mercado se lo va a imponer a los periódicos, por más responsables y serios que quieran ser. Y eso lo estamos viendo en todas partes. Los periódicos más serios tratan de resistir, pero en un momento dado, si la supervivencia está en juego, tienen que hacer concesiones. El origen no está en los periódicos, el origen está en la cultura reinante, que impone la frivolidad y el amarillismo.
Hay una mentalidadque identifica la política con la deshonestidad,
eso es peligrosísimo
para el futuro
de la cultura democrática
P. Usted ha sufrido el sensacionalismo.
R. Lo he padecido. Toda persona que es conocida hoy en día es irremediablemente víctima de la chismografía. Pasas a ser un objeto que ya no puede controlar su propia imagen. La imagen se puede distorsionar hasta unos extremos indescriptibles. Mucho más si haces política en un mundo subdesarrollado. Allí ya todo puede ocurrir.
P. Y hay un efecto multiplicador con las nuevas tecnologías.
R. Frente a las cuales te puedes defender muy mal. A mí me pasó una experiencia hace un tiempo en Argentina. Una señora me felicitó por un texto que me dijo le había conmovido mucho de homenaje a la mujer. Y yo le dije que muchas gracias, pero que no había escrito ningún homenaje a la mujer. Pensé que era una cosa que se había inventado ella o que se había confundido. Un tiempo después me mandan mi elogio a la mujer, que había aparecido en Internet. Un texto de una cursilería que da vergüenza ajena, firmado por mí y lanzado al espacio con motivo de no sé qué. ¿Cómo te defiendes contra eso? Es absolutamente terrible. De pronto pierdes tu identidad, porque hoy en día hay esos mecanismos que permiten falsificaciones de esa índole. A mí me parece bastante aterrador. Tampoco puedes dedicar tu vida a rectificar. Al final dejas de escribir, dejas de leer, para tratar de rectificar todas las falsedades, invenciones que te atribuyen. Eso es uno de los aspectos justamente de la irresponsabilidad que ha traído la gran revolución audiovisual.
P. Pero también hay que reconocer que el universo de Internet y las redes sociales permiten la exposición universal de un artista o de un pensador al instante.
R. Y burlar todos los sistemas de censura; eso es un progreso. Pero al mismo tiempo también es otra forma de confusión que tiene efectos muy negativos en la cultura, en la información. El exceso de información en última instancia también significa la desaparición de la discriminación, de las jerarquías, de las prioridades. Todo alcanza un mismo nivel de importancia por el simple hecho de estar en la pantalla.
P. Aunque no ataca a las religiones, sino al contrario, se percibe en el libro un canto al ateísmo ilustrado. Hay un momento incluso que identifica cultura profunda con aquella fuerza capaz de reemplazar el vacío dejado por la religión.
R. La idea liberal, tradicional, de que con el avance del conocimiento, la religión se iba a ir desvaneciendo fue una ingenuidad. El grueso de la gente, países cultos o países incultos, necesita una trascendencia, algo que le asegure que no perecerá definitivamente, y que habrá otra vida de la índole que sea, y eso es lo que sostiene la religión. Solo una minoría de personas, y eso ha sido igual en el pasado y en el presente, llega a llenar ese vacío con la cultura, que les da suficiente seguridad, suficiente resistencia para aceptar la idea de la extinción. Pero es una ingenuidad combatir a la religión. Tiene una función que cumplir, y es dar ese mínimo de seguridad que permite vivir a la gente con la esperanza de otra vida, de una defensa contra la extinción que aterra a todas las generaciones, no importa que nivel de cultura tenga esa sociedad. Eso lo debemos aceptar los creyentes o no creyentes, siempre y cuando la religión no pase a identificarse con el Estado, porque entonces desaparece la libertad. La religión por definición es dogmática, establece verdades absolutas, y no quiere coexistir con verdades contradictorias. Pero mientras la religión ocupe el espacio que le es propio, creo que es indispensable para que una sociedad sea verdaderamente democrática, libre, en la que se pueda coexistir en la diversidad.
La diversidad, la libertad, la tolerancia. El escritor vive y revive en esas palabras. A lo largo de la entrevista, la amargura que, a veces, asoma en su discurso ante lo que considera la devastación de la cultura, siempre se atempera con ellas. De algún modo, son su anclaje ateo y su religión frente al espectáculo.
—“Hemos escrito otro libro, ¿eh?”, bromea antes de despedirse.
El País
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