Blom propone una relectura del legado de la Ilustración para reivindicar
el pensamiento de los autores radicales, orillados en favor de las
figuras más prestigiosas y contemporizadoras.
Tras el ensayo panorámico sobre los Años de vértigo que
precedieron al estallido de la Gran Guerra, Philipp Blom ha vuelto al
territorio de su anterior y no menos valiosa entrega, Encyclopédie,
donde el historiador y ensayista alemán contaba con admirable claridad y
excelente pulso narrativo los logros, paradojas y sinsabores de la
mayor empresa editorial que vieron los siglos. En Gente peligrosa
Blom se aproxima de nuevo a los debates intelectuales del XVIII para
recuperar, porque entiende que sus propuestas han sido insuficientemente
atendidas, "el radicalismo olvidado de la Ilustración europea",
retomando a muchos de los personajes históricos que ya comparecían en su
ensayo sobre la aventura enciclopedista. Sin pretender abordar toda la
complejidad del periodo, el autor se centra ahora en la minoría que
llevó los postulados de las Luces a su definición más extrema,
defendiendo "una sociedad más libre y más justa, menos reprimida y más
feliz".
En el epicentro figura, por descontado, el círculo de D'Holbach y su influyente salón, con el gran Diderot a la cabeza -desde su reconocido principado, Voltaire iba por libre, y Rousseau se autoexcluyó pronto, presa de la envidia, la megalomanía o la mera paranoia- de toda una constelación de figuras menores entre las que destacan Helvétius, el abbé Raynal o el diplomático alemán Friedrich Melchior Grimm -director de la Correspondance littéraire, que circulaba sin control de la censura entre corresponsales escogidos-, además de lúcidas mujeres como Sophie Volland o madame d'Épinay y de muchos otros escritores y filósofos no franceses -David Hume, Laurence Sterne, Adam Smith, Horace Walpole o Cesare Beccaria- que no perdonaban la visita al "maître del Café de l'Europe" durante sus estancias parisinas. Nacido alemán pero criado en Francia, Paul Henri Thiry, barón D'Holbach se sirvió de la fortuna heredada para dar lustre a un salón -situado en la rue Royale Saint-Roch, hoy des Moulins- que llegaría a convertirse, entre el medio siglo y la década de los setenta, en el más deseado lugar de encuentro para los "espíritus afines", por lo avanzado de las ideas que allí se discutían y por el ambiente de exquisito hedonismo con que se agasajaba a los fieles.
Dos son los aspectos desde los que cabe evaluar la original propuesta de Blom. En lo que se refiere a la manera, el autor vuelve a demostrar su capacidad para articular narrativamente un ensayo que maneja ideas y conceptos pero no se olvida de retratar a quienes los defendían y encarnaban, cuya peripecia humana resulta obligado conocer -incluso en su vertiente más anecdótica- si se quiere respirar de verdad el aire de la época. Desde este punto de vista su trabajo merece, de nuevo, los mayores elogios: Gente peligrosa es un libro entusiasta, cautivador, y se lee con mucho más interés que buena parte de las novelas, reales o no reales, que nos salen al encuentro. Luego está la intención, claramente reivindicativa. Blom se aplicó en Encyclopédie a exaltar "el triunfo de la razón en tiempos irracionales" y propone en Gente peligrosa, con argumentos apasionados pero no siempre o no del todo convincentes, una relectura de la jerarquía a la que nos han acostumbrado los manuales.
Como ya hizo entonces, Blom eleva la menguada figura de Diderot frente a las casi sacralizadas de Voltaire y Rousseau, encumbradas desde el principio por más asimilables, y junto a ella sitúa la de D'Holbach, un personaje mucho menos conocido -pero los dos yacen enterrados en tumbas anónimas- y en verdad fascinante, del que podemos leer en castellano obras como Sistema de la naturaleza o El cristianismo al descubierto (Laetoli). Ambos ejercían de radicales, rechazaban la solución deísta y se oponían al absolutismo o a cualquier forma de religión, sin componendas ni medias tintas. Es imposible no simpatizar con su audaz epicureísmo militante, pero tampoco cabe ir mucho más allá, pues ni la negación de Dios supone por sí misma avance ninguno, ni ellos y otros radicales, orgullosos ateos, estuvieron libres de contradicciones. El detallado menú de cuatro platos de uno de los salones de D'Holbach, por ejemplo, que Blom reproduce, es un interesante documento gastronómico, pero no deja de ser bastante obsceno en el contexto de la Francia prerrevolucionaria. Precisamente por ello parece excesivo hablar, como lo hace el autor en el epílogo, de "Una revolución robada".
Una cosa es recuperar el legado de esa distinguida facción ilustrada, que tuvo una importancia no pequeña en las controversias de su tiempo, y otra sugerir que de ella podría haber surgido un programa alternativo, entre otras cosas porque el que proponían Diderot y compañía no era sino una variante extremada del que -en lo fundamental, lenta pero felizmente- acabaría por imponerse. El propio Blom, en fin, no deja de señalar la deriva, ciertamente peligrosa, que el radicalismo ilustrado -aunque él lo atribuye casi en exclusiva a Rousseau- siguió a manos de los más exaltados herederos, la estirpe de Robespierre que engendró el Terror y en cuya sangrienta estela se han inscrito todos los implacables justicieros para quienes el progreso, la moral y la salud públicas pasaban o pasan por la completa aniquilación del adversario.
En el epicentro figura, por descontado, el círculo de D'Holbach y su influyente salón, con el gran Diderot a la cabeza -desde su reconocido principado, Voltaire iba por libre, y Rousseau se autoexcluyó pronto, presa de la envidia, la megalomanía o la mera paranoia- de toda una constelación de figuras menores entre las que destacan Helvétius, el abbé Raynal o el diplomático alemán Friedrich Melchior Grimm -director de la Correspondance littéraire, que circulaba sin control de la censura entre corresponsales escogidos-, además de lúcidas mujeres como Sophie Volland o madame d'Épinay y de muchos otros escritores y filósofos no franceses -David Hume, Laurence Sterne, Adam Smith, Horace Walpole o Cesare Beccaria- que no perdonaban la visita al "maître del Café de l'Europe" durante sus estancias parisinas. Nacido alemán pero criado en Francia, Paul Henri Thiry, barón D'Holbach se sirvió de la fortuna heredada para dar lustre a un salón -situado en la rue Royale Saint-Roch, hoy des Moulins- que llegaría a convertirse, entre el medio siglo y la década de los setenta, en el más deseado lugar de encuentro para los "espíritus afines", por lo avanzado de las ideas que allí se discutían y por el ambiente de exquisito hedonismo con que se agasajaba a los fieles.
Dos son los aspectos desde los que cabe evaluar la original propuesta de Blom. En lo que se refiere a la manera, el autor vuelve a demostrar su capacidad para articular narrativamente un ensayo que maneja ideas y conceptos pero no se olvida de retratar a quienes los defendían y encarnaban, cuya peripecia humana resulta obligado conocer -incluso en su vertiente más anecdótica- si se quiere respirar de verdad el aire de la época. Desde este punto de vista su trabajo merece, de nuevo, los mayores elogios: Gente peligrosa es un libro entusiasta, cautivador, y se lee con mucho más interés que buena parte de las novelas, reales o no reales, que nos salen al encuentro. Luego está la intención, claramente reivindicativa. Blom se aplicó en Encyclopédie a exaltar "el triunfo de la razón en tiempos irracionales" y propone en Gente peligrosa, con argumentos apasionados pero no siempre o no del todo convincentes, una relectura de la jerarquía a la que nos han acostumbrado los manuales.
Como ya hizo entonces, Blom eleva la menguada figura de Diderot frente a las casi sacralizadas de Voltaire y Rousseau, encumbradas desde el principio por más asimilables, y junto a ella sitúa la de D'Holbach, un personaje mucho menos conocido -pero los dos yacen enterrados en tumbas anónimas- y en verdad fascinante, del que podemos leer en castellano obras como Sistema de la naturaleza o El cristianismo al descubierto (Laetoli). Ambos ejercían de radicales, rechazaban la solución deísta y se oponían al absolutismo o a cualquier forma de religión, sin componendas ni medias tintas. Es imposible no simpatizar con su audaz epicureísmo militante, pero tampoco cabe ir mucho más allá, pues ni la negación de Dios supone por sí misma avance ninguno, ni ellos y otros radicales, orgullosos ateos, estuvieron libres de contradicciones. El detallado menú de cuatro platos de uno de los salones de D'Holbach, por ejemplo, que Blom reproduce, es un interesante documento gastronómico, pero no deja de ser bastante obsceno en el contexto de la Francia prerrevolucionaria. Precisamente por ello parece excesivo hablar, como lo hace el autor en el epílogo, de "Una revolución robada".
Una cosa es recuperar el legado de esa distinguida facción ilustrada, que tuvo una importancia no pequeña en las controversias de su tiempo, y otra sugerir que de ella podría haber surgido un programa alternativo, entre otras cosas porque el que proponían Diderot y compañía no era sino una variante extremada del que -en lo fundamental, lenta pero felizmente- acabaría por imponerse. El propio Blom, en fin, no deja de señalar la deriva, ciertamente peligrosa, que el radicalismo ilustrado -aunque él lo atribuye casi en exclusiva a Rousseau- siguió a manos de los más exaltados herederos, la estirpe de Robespierre que engendró el Terror y en cuya sangrienta estela se han inscrito todos los implacables justicieros para quienes el progreso, la moral y la salud públicas pasaban o pasan por la completa aniquilación del adversario.
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