Llega el verano, es tiempo de desconectar. Ya hay algunos que se fueron de vacaciones, a otros les tocará un poco más tarde. “No hay deber que infravaloremos más que el deber de ser felices”, decía Robert Louis Stevenson, y tenía razón. Hay dinámicas de las que resulta difícil sustraerse y uno suele andar metido hasta las cejas en los asuntos de cada día. Así que resulta complicado imaginar otros horizontes que no sean los de las urgencias más inmediatas. “Muchos de los que se consagran diligentemente a los libros y lo saben todo sobre una u otra rama del conocimiento establecido”, observaba el escritor escocés, “salen de sus estudios con comportamiento de viejo, como de búho, y resultan secos, rancios y dispépticos en las mejores y más brillantes etapas de la vida”.
Es saludable romper, salir un rato de los circuitos convencionales, dejar de ser esa pieza que se considera imprescindible dentro de un engranaje. También lo apuntaba Stevenson: “Podéis pensar lo que queráis, pero no son indispensables los servicios de ningún individuo”. Nada es lo suficientemente grave, nada es irremediable, no siempre los caminos convencionales y el cumplimiento riguroso de las normas establecidas conducen al mejor puerto. Stevenson lo tenía bastante claro y lo dejó escrito en un breve ensayo, En defensa de los ociosos. Empezaba defendiendo que, incluso cuando se trata de educación, igual se aprende lo más importante cuando se está de pellas.
La sabiduría de la calle, la escuela favorita de Dickens y Balzac, señala Stevenson y afirma: “si un muchacho no aprende en las calles es porque no tiene capacidad de aprendizaje”. Luego explica que no es necesario que se quede todo el rato badulaqueando por ahí, puede salir al campo. “Puede arrojar algunas lilas al arroyo y fumar incontables pipas al son del agua contra las piedras. Un pájaro cantará en el matorral. Y puede que, entonces, sea llevado por agradables pensamientos y vea las cosas desde otra perspectiva. Si esto no es educación, entonces ¿qué lo es?”.
Stevenson se tomó bastante en serio sus propias consideraciones. Un día hizo las maletas y se dedicó a viajar por las islas del Pacífico. En 1889 se instaló en Samoa. Tuvo ese afán de andar ligero, de tirar por la borda las exigencias de una sociedad que estaba convirtiendo el trabajo en el centro de la vida de cada persona, en su razón de ser. “Observad a alguno de vuestros laboriosos colegas durante un momento, os lo ruego”, escribió. “Siembra prisa y recoge indigestión; invierte una gran cantidad de actividad y recibe a cambio, en intereses, unos nervios desquiciados”.Aquel diagnóstico lo formuló el autor de La isla del tesoro y de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde en los últimos años del siglo XIX, y seguramente las cosas han ido a peor desde entonces y hoy esos “nervios desquiciados” se dan ya por descontados y a nadie escandalizan. Es lo que hay. Mayor razón entonces para romper durante unos días con las enloquecidas dinámicas de este mundo vertiginoso, y dedicarse a tirar unas cuantas lilas al arroyo. No siempre la salida es tirar hacia Samoa a mezclarse con los aborígenes. Igual de lo que se trata simplemente es de “abandonarse a las provocaciones del azar” y aprender de nuevo a nombrar otra vez más el mundo.
Fuente:elpais.es
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