Los retratos magistrales de este libro se mueven siempre sobre la ambigua línea que separa la realidad de la ficción, una frontera tan inasible y tenue como la materia que aquí se narra: las vísperas de la muerte, el punto de mayor intimidad y conciencia ante lo precario de la condición humana.
Una escritura sensible y audaz a la vez combina el documento y la literatura para asistir al instante en que todo se perdió en Hiroshima y Nagasaki, detenerse en los últimos días de Juan Manuel de Rosas en Southampton y los del gran poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre en Ginebra, así como para describir los extraños eclipses de Felisberto Hernández y Saint-John Perse, para aproximarse al imposible mesías que nunca llegó a ver Martin Buber y al delirante discurso de José López Rega sobre el sueño crepuscular de Juan Domingo Perón.
Hace dos décadas, antes de escribir Santa Evita y convertirse en uno de los escritores argentinos más traducidos, Tomás Eloy Martínez publicó Lugar común la muerte en Caracas, donde vivía exiliado. A esa edición, compartida por generaciones de estudiantes de periodismo y literatura, se agregaron dos textos en la versión de 1998 -sobre José Bianco y Manuel Puig-, y se suman ahora otros dos, sobre José Lezama Lima y Augusto Roa Bastos. La devastadora precisión de su escritura confirma la feliz actualidad de uno de los mejores libros del autor.
«Tomás Eloy Martínez afirma su lugar entre los mejores escritores de América Latina.» The New York Times
«Lugar común la muerte es el relato de la vida de otros, mayormente escritores. [...] No es un libro de perlas, tan solo: es un mar entero. Léanlo.» Juan Cruz,Babelia
«Vino a decir hace ya años, con libros, con artículos que podían versar sobre los sobrevivientes de la guerra de Hiroshima o el poeta Saint-John Perse, lo que ahora es ley en el periodismo narrativo: que importa el qué, pero sobre todo el cómo. Que una historia, aunque repasada una y otra vez, puede arrojar mejores brillos y mejores llagas si se la expone a una mirada que esquiva los lugares comunes y las certezas se sumergen en las aguas, mucho más peligrosas, pero tanto mejores, del periodismo bien hecho.» Leila Guerriero
Perón sueña con la muerte
Éstas fueron, una por una, las palabras que dijo el Secretario: «Yo estaba en el dormitorio cuando el General despertó sobresaltado. Me había quedado montando guardia junto a la cama, como todas las noches, con la punta de los dedos en estado de alerta. Los males que enviaba el enemigo se asomaban por la ventana y por los respiraderos del cielo raso. Bastaba un ademán de mis dedos para obligarlos a marcharse. Siempre actué como un pararrayos contra los males de afuera, pero no puedo hacer nada contra los males que el General tiene adentro de los sueños». Dijo que lo había tocado, para imponerle sosiego: la piel del General estaba húmeda, pero había una extraña calidad en el sudor, como si perteneciera a otro cuerpo y se hubiera quedado allí por desorientación. Descubrió en su pecho la plaga de manchitas pálidas que solían brotar en las épocas de tristeza más honda, cuando el General sentía que todos lo abandonaban y que también él mismo acabaría por abandonarse. Vio el movimiento reflejo con que encendió la radio para escuchar el informativo de las siete, y el desencanto con que la había apagado al advertir que eran apenas las tres.
Dijo que el General lo había mirado con agradecimiento, como si su vida dependiera de él (y el Secretario creía, en efecto, que la menor de sus distracciones bastaría para disolver la vida del General en la nada). Había imaginado (dijo) que él volvería a quejarse de ardores en la vejiga, de la humedad que le enfriaba las articulaciones, de la pequeña llaga dejada en algún rincón de la uretra por la sonda que acababan de retirarle.
Para moderar su inquietud, había observado al General cuidadosamente: dijo que había llevado la mirada hacia los filtros de los riñones, que había medido la densidad del viento en los alvéolos pulmonares, que había acompañado a la corriente sanguínea durante un largo trecho, para oír su velocidad y su cadencia. No había encontrado señales de turbación. Pensó entonces que el General haría como siempre, un ademán de apartamiento antes de volver la cara hacia la pared:Váyase a dormir, López. Pero no fue así. Lo vio incorporarse en la cama con lentitud como si temiera ser deshojado por el movimiento, disimulando la demacración de la cara con una sonrisa tan falsa que parecía tallada sobre la carne viva. Sólo al cabo de un rato soltó la voz. Dijo que pocas veces la había oído salir tan tenuemente, y aún no sabía si era porque los miedos del sueño habían tardado en retirarse de la voz o porque el General, inseguro de sus fuerzas, quería mantenerla en un sitio descansado. Le confió (así dijo) que había soñado un sueño de muerte tan ajeno a todos los sueños de vida que sólo él, López Rega, con su conocimiento de los astros y el instinto de que estaba dotado para leer los designios de la noche, sabría descifrar sin equivocaciones. La declaración del General le sorprendió (así dijo) porque no creía que en un cuerpo con tan avanzada mortalidad como el suyo pudiera haber lugar para los sueños.
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