Tras la muerte de Edward Bunker en 2005, se
encontraron entre sus papeles una novela inédita (Stark) y varios
relatos en los que el escritor angelino estaba trabajando, reunidos
ahora bajo el título de uno de ellos, Huida del corredor de la muerte.
Los relatos abordan algunos de los temas predilectos del señor azul de
Reservoir Dogs: la vida entre rejas y su código no escrito, el sistema
judicial y penitenciario norteamericano, la discriminación racial en la
cárcel y la pena de muerte. En San Quintín, fábrica de animales y
quintaesencia del sistema de reclusión estadounidense, encontramos al
joven de color Booker Johnson, sobre el cual se cierne, pese a la
levedad de su delito, la pesada maquinaria penitenciaria alimentada por
el racismo; a Eddie Johnson, impaciente por vengar a un amigo
asesinado a sangre fría por un guardia; o a Troy Cameron, el
protagonista de Perro come perro, en su último viaje rumbo a
la cámara de gas. En el relato que da título al libro, la rutina de la
vida en el corredor de la muerte salta por los aires cuando se
materializa un desesperado intento de fuga.
«Uno de los mejores escritores de novela negra de los últimos treinta años.» James Ellroy
«El autor de No hay bestia tan feroz es un potente narrador de enigmas y un singular retratista del mal.» Carlos Boyero (Babelia)
«Uno de los mejores escritores de novela negra de los últimos treinta años.» James Ellroy
«El autor de No hay bestia tan feroz es un potente narrador de enigmas y un singular retratista del mal.» Carlos Boyero (Babelia)
Entra en la Casa de Drácula
Vinieron a buscarme pasada la medianoche del décimo día tras la
sentencia. Escuché el repiqueteo de las cadenas al final de mi planta y
aparecieron tres agentes. Un cuarto permaneció al final del pasillo para
activar la palanca que abriría la puerta de la celda. Cuando llegaron a
la celda, yo ya los estaba esperando con una caja de zapatos bajo el
brazo que contenía mis escasas pertenencias.
Todavía no había amanecido cuando los dos vehículos salieron de la zona
de carga trasera. Allí era donde descansaban los autobuses, camiones y
cubos de la basura, así que el hedor era insoportable. Yo iba en la
parte trasera de un furgón blanco y negro separado por una pantalla. Dos
agentes de uniforme iban en la parte delantera. Siguieron al sedán a
través de las calles justo antes del amanecer hasta la entrada de la
autopista. El tráfico se iba haciendo más denso a medida que los enormes
camiones Mack y Kenilworth se echaban a la carretera en dirección
norte. Llegarían a Sacramento a mediodía. Cuando el sol no era más que
una tenue línea naranja en el horizonte, salimos de Bakersfield y
pasamos por los infinitos campos verdes de algodón y fresas llenos de
trabajadores mexicanos agachados para recoger los frutos de los
arbustos. Bajo el sol abrasador, aquel era un trabajo terrible y
matador. Prefería estar en una celda que recogiendo algodón como un
esclavo negro, aunque esa preferencia no incluía el destino al que me
conducían. Era perezoso, no estaba loco.
A
pesar de los grilletes que se me clavaban en los tobillos y las esposas
que me dejaban marcas en las muñecas, y a pesar de que el destino que me
esperaba hacía acto de presencia una y otra vez en mis pensamientos, el
viaje no fue del todo deprimente. Habían pasado casi nueve meses desde
que había visto el mundo libre por última vez. La carretera estaba
bordeada de pequeños puestos que vendían cualquier cosa que se produjera
cerca, sobre todo nueces, fresas y melones. Para la mayoría de
personas, la visión de aquella carretera habría resultado
desmoralizadora, pero era mejor que mirar fijamente a la pared de una
celda, o que obsesionarse con lo que fuera que tuviera en la cabeza en
un determinado momento.
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