Leo desde hace décadas a Alan Finkielkraut, le he acompañado en algunos espacios públicos y padecemos más o menos la misma edad, con ventaja por su parte. Nunca he considerado una pérdida de tiempo seguir sus razonamientos, los compartiese o no, lo cual ya es más de lo que puedo decir de la mayoría de mis colegas de oficio. Y por supuesto he aprendido no poco de él. De modo que ahora, ante su último libro La identidad desdichada (Alianza), las declaraciones polémicas que lo rodean y los anatemas que lo han fulminado, me siento “con el corasón partío”, como dice la copla.
El libro es un lamento sobre una cierta identidad francesa que se va perdiendo por falta no se sabe muy bien de quién ni de qué: por desidia, por deseo de tratar al que llega de fuera mejor que al que siempre estuvo aquí, por vergüenza de lo propio ante exotismos prestigiosos sólo por ser diferentes. Tampoco la identidad francesa cuya pérdida se deplora tiene perfiles demasiado claros. Uno de los rasgos que la definen, según Finkielkraut, es la galantería, de cuya desaparición también tienen culpa, por lo visto, ciertos maximalismos feministas. Y el simple paso del tiempo, diría yo, porque hace ya medio siglo que los franceses galantes no lo son como D´Artagnan. En cuanto a echar en falta mayor reconocimiento de nuestras raíces cristianas, no parece conveniente hacer gran énfasis en el asunto toda vez que el autor deplora que quizá pronto ya no haya en Francia ningún partido realmente laico ante el multiculturalismo polieclesial que se nos viene encima...
Ya en entrevistas, Finkielkraut acepta como no puede ser menos la pluralidad de orígenes de los franceses actuales (él mismo es hijo de judíos polacos), pero reivindica que no se olvide a los franceses de pura cepa (français de souche) que tienen un mérito especial y no reconocido en la creación de lo que hoy es Francia. Eso explica el auge del Frente Nacional de Le Pen en las últimas elecciones francesas, porque sólo ellos parecen defender la Francia ancestral y sus retoños de pura cepa. Pero es que además la Unión Europea se ha convertido en una mera burocracia. No puede ser una verdadera democracia porque ésta implica el gobierno del pueblo por sí mismo, y un pueblo exige un idioma, una memoria y unas referencias comunes (¿una fe común?). Y claro, Europa está compuesta irreductiblemente de pueblos diferentes, por lo que no puede aspirar a una democracia sino sólo a una burocracia. De modo que muchos ven en Le Pen y similares su defensa contra ella...
Lamento decir que a mi juicio la identidad descrita por Finkielkraut es desdichada pero no francesa. La identidad francesa en política (la cultura va aparte) es la ciudadanía sin otra raíz que la ley común ni otros condicionamientos que los racionalmente pactados entre iguales. El laicismo, ciertamente inseparable de la república democrática, no sólo libera a la cosa pública de cualquier servidumbre a creencias teocráticas, sino también de la obligación de respetar tradiciones, genealogías o señas étnicas particulares. A los ciudadanos los determina el reglamento a partir del cual nacen para el futuro, no los orígenes que les anclan —y quizá les enfrentan— en el pasado. Así Francia, ojalá así Europa. Me extraña que rechace esta perspectiva mi apreciado Finkielkraut.
Fernando Savater
El Pais
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