Hace unos años, James Franco
advirtió que, pese a tenerlo todo en la vida, sentía un vacío interior.
“Había actuado en los mayores superéxitos y me habían nominado al
Oscar, pero necesitaba algo más. Quería expresarme de otra manera cosa”,
explicó ayer al presentar su nueva película como director, una
adaptación de El ruido y la furia de William Faulkner,
que presentó fuera de competición en la Mostra de Venecia. “Por
ejemplo, mi sueño era interpretar a un poeta, pero un día entendí que
nadie me propondría esos papeles. Comprendí que tendría que hacerlo yo
mismo”, añadió.
La novela escogida por el actor, hijo de una profesora de literatura y
autora de libros infantiles, no era la más sencilla que podía adaptar.
Sin ir más lejos, El ruido y la furia es célebre por su
dificultad entre los estudiantes estadounidenses, que se rompen la
cabeza para entender su primer capítulo, narrado en estilo indirecto
libre por Benjy, el hijo discapacitado de los Compson, familia de
aristócratas sureños venidos a menos. El propio Faulkner, consciente del
reto que presentaba al lector, propuso a su editor que imprimiera el
libro con tinta de distintos colores para distinguir los diferentes
lugares y momentos a los que se refiere ese primer narrador. En 1929, la
imprenta no estaba lo suficientemente avanzada para permitir algo así.
No fue hasta 2012 cuando una editorial estadounidense decidió hacer
realidad la versión soñada por el premio Nobel de literatura.
Franco, que se reserva el papel de Benjy en un auténtico festín de
histrionismo interpretativo, ha apostado por una simplificación de la
novela en esta adaptación. Para empezar, se ha desprendido del último
capítulo, relatado por un narrador omnisciente, y ha apostado por
centrarse en los pasajes que más le interesaban para comprimir las 350
páginas de la novela en 110 minutos de metraje. “Un libro se puede leer
al ritmo que uno quiera. Puedes leer cinco páginas al día y luego
dejarlo correr. Una película, en cambio, se suele ver de un tirón.
Tuvimos que imaginar una solución para contar la historia con este
condicionante de tiempo”, explicó Franco, que se ha servido de una
puesta en escena tirando a clásica. En especial, si la comparamos con la
pantalla partida que utilizó en su otra adaptación del mismo autor, Mientras agonizo, presentada en Cannes en 2013.
Es sabido que Faulkner tomó prestado el título de un texto
shakesperiano. “La vida es un cuento narrado por un idiota, lleno de
ruido y de furia, que nada significa”, decía Macbeth en uno de sus
monólogos más célebres. En la adaptación firmada por Franco no se
observan problemas mayores, salvo esa misma intrascendencia a la que se
refería el bardo. Se le puede tachar un convencionalismo excesivo,
aunque a la vez se agradece su falta de pretensiones, inhabitual en su
filmografía reciente.
Hasta la fecha, solo existía otra adaptación del libro, firmada en 1959 por Martin Ritt (el director de El largo y cálido verano y La gran esperanza blanca)
con dos estrellas de la época, Yul Brynner y Joanne Woodward. En
cambio, James Franco ha preferido contar con su habitual troupe de
actores semidesconocidos, empezando por Scott Haze, quien interpreta a
Jason, el más malhumorado y materialista de los hermanos Compson, y a su
expareja Ahna O’Reilly, vista en otra reciente saga sureña de distinta
índole, Criadas y señoras. También ha contado con un amigo
íntimo, el cómico Seth Rogen, quien interpreta al telegrafista del
condado ficticio de Yoknapatawpha, con acento de Mississippi incluido.
“Un día entendí que prefería rodar una película con esta gente que irme
de vacaciones con ellos a Hawái. Esto es lo que me hace feliz”, explicó
Franco. En cambio, el actor Jon Hamm, protagonista de la serie Mad Men, que fue anunciado el año pasado como parte del reparto, ha desaparecido del metraje final.
“Mis películas como director nunca serán blockbusters, ni
quiero que lo sean. El cine también puede ser arte puro y no solo
entretenimiento para ganar dinero”. La frase es de 2011, cuando James
Franco presentó su debut como director, un biopic de Sal Mineo
con ínfulas experimentales, en una sección paralela de la Mostra. Tres
años más tarde, Franco ha dirigido seis largos y tiene dos más en la
recámara. Entre ellos, una biografía de Charles Bukowski con Shannen
Doherty de Sensación de vivir, y también Zeroville,
historia ambientada en el Hollywood de los setenta, para la que ha
cambiado de aspecto físico, como demostró ayer en Venecia: Franco se ha
rapado el pelo y tatuado los rostros de Elizabeth Taylor y Montgomery
Clift en la parte posterior del cráneo.
Cuestiones de look al margen, el actor y director –además de
estrella invitada en culebrones, profesor de literatura en Yale,
integrante del grupo musical Daddy y autor de un libro de relatos, Palo Alto,
inspirado en su adolescencia– no pudo evitar montar ayer otro de sus
espectáculos metarreferenciales. Aprovechó la ceremonia previa a la
proyección de su película, cuando el festival le concedió el premio
Glory to the Filmmaker, para rodar una de las escenas de Zeroville,
en la que su personaje recibe un premio honorífico de este mismo
festival. Franco prometió estrenarlo en la próxima edición de la Mostra.
El Pais
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