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La generación sin opciones de futuro

“Vivimos en un outlet de esperanza”, reflexiona uno de los personajes de fragilidad camuflada pero evidente como todos los que deambulan porAutopsia (Candaya), debut novelístico de Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977) tras su notable libro de relatos Órbita, aparecido hace casi cinco años. “No quedan grandes esperanzas tipo cambiar el mundo; muchas de esas tiendas donde se vendían cerraron ya; sólo restan esperanzas de saldo, las individuales”, asegura el escritor maño, que no ha dudado en ceder su propio apellido y hasta el título de su libro de relatos al protagonista de la historia, un joven obsesionado por expiar un episodio de su pasado: el acoso a una compañera de colegio, tormento que le llevará a reflexionar ante sus colegas sobre la violencia de las tribus urbanas (protagonista y autor fueron golpeados por un grupo deskin heads),la amistad, la familia y hasta la lucha de clases.
“Quería crear el máximo de incomodidad al lector, la misma que siente el narrador, y para ello el personaje debía de ser verosímil, me parecía que con uno de ficción total el diálogo con el lector se apagaba un poco…”, dice sobre su autorreferencia. “Vale, también hay una catarsis mía, aunque no me lo confieso demasiado a mí mismo; ¿Para qué escribir, si no? Siempre hay algo de búsqueda de uno mismo en ello; también lo hace quien aborda la novela histórica”, apuntilla.
No ha practicado ese género, pero el escritor ha hecho de todo en la vida literaria: desde 2006 lleva tres libros de poesía, ha sido vendedor de libros en unos almacenes culturales, bajo el seudónimo Ste Arsson escribió la paródica Los hombres que no ataban las mujeres y, fruto de su evidente timidez mal disimulada, no habla de que fue negro literario y de que guarda elogios a su prosa de Roberto Bolaño. Tampoco cuenta mucho de su otra faceta de ilusionista, la que le llevó durante unos años a ejercitar trucos de magia en bodas y bautizos: “Hice cursos con los ilusionistas más sórdidos del mundo”, se le escapa.
"La literatura debe  hacerle replantear cosas al lector"
Todo ello habrá dejado su poso, que se traduce en Autopsia —“se trata de mirarse como a un cadáver; en cualquier caso, de una época muerta”, dice— en unos personajes que tienen un marcado sentimiento de culpa por lo que hicieron como por lo que dejaron de hacer y que parecen buscar su castigo. “Saben que son culpables y que la sociedad no les ha castigado; Miguel está a punto de ser padre y quiere expiar esa culpa para educar a su hija con las cuentas saldadas”, explica el autor. El protagonista, obviamente, no se quiere mucho a sí mismo, es de “una fragilidad camuflada, todos somos así: nos acorazamos tras una imagen pública” y eso le aleja del retrato generacional que en parte es Autopsia, una juventud, la de los recientes años 90, que hizo del cinismo su bandera y que tuvo su traslación televisiva en Crónicas marcianas, referente asiduo en la novela. “El programa es un símbolo del momento: uno se podía reír de todo, no hacía falta motivo; el cinismo estuvo bien visto socialmente en los 90… La nuestra es una generación a la que se nos dio todo hecho y nada por hacer y, en consecuencia, se nos dejó sin opciones de futuro”.
Autopsia destila una violencia de baja intensidad pero cotidiana, omnipresente incluso en lo socioeconómico como constata la precariedad laboral de la juventud, aspecto que la obra no esquiva, en un tratamiento poco habitual en la narrativa española de hoy. “El instituto donde iba en Zaragoza y que reflejo en la novela tenía dos entradas, una principal y otra como de servicio que quedaba próxima a un barrio más modesto de la ciudad y por donde entraban los alumnos de allí… Es cierto que estos temas no suelen aparecer en la novela española de hoy y con la crisis es extraño que así no sea si se quitan obras de Belén Gopegui o Rafael Chirbes; y no se trata de hacer novela de tesis porque estas no lo son, sino mostrar esas facetas de la vida; el peso de lo económico, esa gran farsa de la igualdad de oportunidades que dice representar este sistema... todo eso no tardará mucho en aflorar masivamente en la literatura”.
Muestra Serrano este mundo a través de una estructura con saltos, donde se le dosifica muy mucho la información y el contexto al lector y abundan los paréntesis. “Son ventanas a la duda”, dice de estas últimas, como provocando la inquietud de que lo leído igual tampoco es la verdad. “Buscaba lo fragmentario para encajar mejor la apropiación de otras voces y experiencias para hablar de uno, porque mi personaje es un pasivo-agresivo, un vampiro que, incapaz de una vida propia, se nutre de historias de los demás”. Los detectives salvajes, de Bolaño, y Verano, de John Maxwell Coetzee, parecen haber dejado su huella. “De Bolaño me interesa ese retrato de generación perdida, esa particular violencia y del nobel, esa autoflagelación, incómoda de hacer y de leer, pero es que la literatura debe incomodar, también, ha de hacerle replantear cosas al lector… Con lograr, como hacía a su modo Luis Buñuel, que uno se percate de que no se vive en el mejor de los mundo posibles ya me vale”.
Franz Kafka, John Cheever, César Aira y Chirbes son nombres de cabecera para Serrano pero le encanta, dice, leer a sus coetáneos. “Me gusta saber qué se hace”. Y cita a Sara Mesa, pero también a sus paisanos Manuel Vilas y Sergio del Molino, hijos de una potente hornada de escritores de un Aragón y una Zaragoza que, en principio, estarían en tierra de nadie cultural. “Miramos tanto a Madrid como a Barcelona; eso la política no lo ha contaminado”. Los políticos están en otro outlet.

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