El exilio ha marcado la obra de Ida Vitale (Montevideo, 1923). Aunque no en sentido negativo. Dejó Uruguay en 1974 rumbo a México y, 10 años después, se instaló en Austin (Texas), donde vive desde entonces. Profesora de literatura, ensayista y, sobre todo, poeta, vive embarcada en la búsqueda infinita de la precisión, esa lucha de gigantes que dota de absoluto misterio su frágil obra. Ella dice que su poesía despegó gracias a su aterrizaje en México y que luego encontró la tranquilidad necesaria para seguir madurando en su hogar actual: “Me basta un buen aeropuerto y una maravillosa biblioteca para estar bien”. Enmarcada en la llamada generación del 45 —la de Benedetti, Idea Vilariño o Carlos Maggi, la que miró con fascinación y distancia al pater Onetti—, Vitale, de nombre familiar para los amantes de las quinielas del Cervantes, pasó por Madrid hace unas semanas para ofrecer un recital en el festival Poemad. Desplegó su milagrosa energía, su exquisita educación y su ejemplar fortaleza y sencillez, siempre riéndose y sin darse importancia.
“Soy poeta por pereza y por irresponsabilidad”, asegura con elegante coquetería. “La novela exige una concentración distinta. ¡Yo llevo años con una novela que nunca acabo! La poesía nace de otra manera, me gusta su inmediatez. Yo no hago poemas largos y cuando los hago me siento insegura, como si la prolongación fuese algo indebido. Juan Ramón [Jiménez] me dijo algo que no olvido: lo mejor que se puede hacer es escribir y guardar. Guardar en un cajón y sacarlo con el tiempo. Me hablaba de no olvidar nunca la objetividad, la autocrítica. Y yo lo hago. Lo guardo todo hasta olvidarlo”. Para ella escribir esconde siempre un gran fracaso, quizá por eso le cuesta hablar de un acto que en el fondo considera profundamente íntimo. “En el primer plano de la poesía debe estar el lenguaje, ese es el tema. Lo que me mueve a escribir es él, la búsqueda de lo que ya no se va a dar”.
Cuando salió de Uruguay, empujada por la dictadura, ya era una poeta reconocida y una mujer “crecida”. “Pero el exilio me puso más en actividad y me ayudó a despegar. Me amplió el campo”, explica. “El exilio puede ser una experiencia dramática y terrible o una cosa maravillosa. En mi caso me dolió mucho alejarme de mi gente, lo pasé muy mal, pero al poco tiempo me sentí mucho más enriquecida. México me dio no solo la comodidad de un mundo agradable, sino la oportunidad de sentirme útil con traducciones, con clases… y eso es algo que jamás dejaré de agradecerle a ese país, su enorme apertura hacia el que venía de fuera”.
Vitale se había criado en una familia culta y cosmopolita que forjó, en su pequeño cuerpo, a una mujer con seguridad y determinación. “Yo me formé en un núcleo de mujeres que trabajaban y leían, jamás sentí a ningún hombre por encima. Mi marido, que es uruguayo, dice que yo nunca me he dado cuenta de lo machista que es Uruguay porque en mi casa no lo eran, muy al contrario. En mi familia los libros eran importantes y nosotras siempre estuvimos rodeadas de ellos. Adoro a Virginia Woolf, pero yo tenía un cuarto propio y enorme libertad de lectura. Mi tarea los sábados era limpiar una biblioteca”.
Cuarta generación de emigrantes italianos, guarda recuerdos vivos de la casa familiar, del altillo donde estaban sus libros favoritos, “leía Guerra ypaz, libros de historia, de Napoleón, me gustaban esas cosas”. Dos poetas uruguayas del siglo XIX, María Eugenia Vaz Ferreira y de Delmira Angustini, determinan su tradición (“me siento más cerca de María Eugenia, era diferente, despojada. Era la escéptica, la feminista, la que sintió la necesidad de imponerse”), pero sus dos grandes referentes fueron españoles: su profesor José Bergamín y Juan Ramón Jiménez. “Juan Ramón llegó a Montevideo en una gira que hizo por América para recuperar el español. Aquel viaje suyo fue su resurrección, una gira triunfal. Recuerdo un recital en el teatro Solís donde la gente se colgaba de los palcos para escucharlo, no cabía un alfiler. Era una conferencia sobre el Cancionero y el Romancero, una maravilla… Pero Bergamín fue otra cosa, no puedo explicar su importancia en mi vida. Nos contagiaba cada día su entusiasmo, siempre con sus libros, los prestaba, los regalaba para que leyéramos a los románticos alemanes, a Juan de la Cabada, a Juan Ramón, a ¡todos! Podías estar de acuerdo o no, pero no te podías resistir a su personalidad”.
El Pais
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