Libros del Asteroide publica La rata en llamas (1981), una novela imprescindible de George V. Higgins, autor de clásicos del género negro.
En La rata en llamas,
hasta ahora inédita en castellano, un abogado de poca monta y agente de
artistas mediocres, Jerry Fein, es también propietario de un edifico de
apartamentos en Boston cuyos inquilinos llevan tiempo sin pagar el
alquiler, en protesta por el penoso estado de la finca. Fein cree que
prenderle fuego sería la forma más fácil de desahuciarlos y solucionar
sus problemas con el banco. Sin embargo, el fiscal del distrito ha
situado entre sus prioridades la lucha contra el acoso inmobiliario y la
corrupción que lo ampara.
A partir de
diálogos precisos y brillantes Higgins construye una trama adictiva y
veraz y ofrece al lector una panorámica de distintos ambientes de la
ciudad de Boston. La rata en llamas es una de las mejores
novelas de George V. Higgins, y es una clara muestra de su singular
capacidad para plasmar con realismo la vida criminal, que llevaría a la
crítica a calificarlo como «el Balzac de los bajos fondos de Boston».
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-No
me vengas con hostias -dijo Terry Mooney. Era un hombre pequeño de
pelambrera roja, gafas de montura metálica con cristales rosados y un
vestuario compuesto por ternos príncipe de Gales.
Cómo
odio a ese cabrón, pensó John Roscommon después de la reunión.
Roscommon había dicho muchas veces lo mismo en voz alta, cuando lo
acompañaban otros policías estatales.
-Ese cabrón
-decía Roscommon-. Ahí lo tienes, treinta años y más pelo que un puto
búfalo pero menos seso, se sacó el título de Derecho en alguna mierda de
facultad chapucera y se cree que por eso puede dar órdenes a todo dios.
Eso cree, el muy capullo.
»Ese tío -dijo Roscommon a
Mickey, Don y a todo poli que estuviera en la oficina del fiscal
general-, ese tío fue designado directamente por dios para acabar con
todos los problemas de la sufrida humanidad. Y aquí estoy yo, que siendo
apenas un crío con pelusa en la cara crucé medio mundo para vérmelas
con los japoneses y sus ametralladoras Nabu con las que pensaban volarme
el culo antes de que aparcáramos a Douglas MacArthur sano y salvo en su
casa de Tokio, pero se quedaron con las ganas. Salí a la maldita jungla
con la cabeza gacha como si fuera el puto Wyatt Earp y ningún japo de
mierda me voló el culo y, entretanto, yo les volé el suyo a unos
cuantos.
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