¿De qué trata el libro? De una reunión. De una
reunión de escritores soviéticos en lo peor de la época estalinista, a
finales de los cuarenta. Como en una proyección de todas las reuniones
de ese tipo, que eran a un tiempo un proceso, una liturgia fúnebre y un
patíbulo moderno, entre acusaciones y autoacusaciones, los hombres dejan
de ser hombres y el lector se adentra en un misterio apenas tratado
pero perturbador: el del escritor ante el poder, el del escritor que ha
vendido su alma al diablo.
Podría decirse
que este es un libro escrito a cuatro manos: entremezclados con los
fragmentos de una obra inacabada que Borís Yampolski tituló Asistencia obligada,
encontramos las aportaciones y comentarios de su amigo, y también
escritor, Ilyá Konstantínovski, a quien Yampolski confió el manuscrito
poco antes de morir.
En las frases
directas y contundentes de Yampolski hay más verdad sobre la ética y el
ambiente que se respiraba entre los escritores de la Unión Soviética que
en decenas de novelas y trabajos de investigación.
En esta edición se publica también por primera vez en España Último encuentro con Vasili Grossman, un texto de Yampolski que, a modo de epílogo a algunos capítulos de Vida y destino,
publicó en 1976 la revista Kontinent. El recuerdo que conservó
Yampolski de ese último encuentro se convierte para el lector actual en
un homenaje al autor de una de las obras más importantes del siglo xx.
«Asistencia obligada
es también un nomenclátor, un who is who de las letras soviéticas de
posguerra, y un veredicto demoledor contra los generales literarios,
sayones de la verdadera literatura.» Enrique Fernández Vernet
I
Sabía
bien que se estaba muriendo y le sobrecogía una angustia a nada
comparable. A esta angustia agónica se sumaba una amargura muy
particular, al haber cobrado plena conciencia de una triste verdad, que
se le había revelado hacía ya tiempo y que nunca le dio sosiego, ni aun
en los años más dichosos de su vida. Y ahora, cuando sentía que se
acercaba el fin, que no había vuelta atrás, que llegaba la muerte, este
particular tormento del alma acrecentaba su sufrimiento físico y era aún
más terrible que el dolor que le desquiciaba los huesos, más horrible
que las metástasis, que le devoraban nervios y sangre. Iba muriendo, y
no le atormentaba la soledad, ni buscaba consuelo en los ojos llorosos
de sus deudos, sino que estaba por entero dominado por un inusitado
sentimiento del que ni su propia hermana, que velaba su lecho de muerte,
tenía conocimiento.
... pero ¡yo sí!
En los últimos días, su hermana me había estado telefoneando con frecuencia:
-Ha pedido por usted. ¿Querrá venir?
Y
me acerqué al hospital Botkin [, al pabellón de radiología donde habían
conseguido ingresarlo, ya agonizante, tras insistentes demandas, cartas
oficiales y llamadas telefónicas, y es que cada defunción desvirtúa esa
imagen de «éxito planificado» que tanto buscan los hospitales sobre el
papel. Mientras abría delicadamente la puerta de su minúscula habitación
individual, se levantó para recibirme una mujer corpulenta de edad
avanzada con una blusa blanca y rostro empalidecido por el cansancio.
Tenía los mismos ojos que él, como cerezas negras. Su mirada, su
expresión facial, decían sin necesidad de más palabras que ya no había
esperanzas].
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