«Detrás de la cara externa de la naturaleza
subyacen sentidos misteriosos, tramas y relaciones desconocidas, y el
tiempo tiene otros ritmos y otros órdenes diferentes, con sus enigmas y
certezas propias.
Contra la camisa de
fuerza del racionalismo, es necesario aceptar que los sucesos que
confluyeron en la muerte de Alec están marcados por el misterio. Con la
muerte de Alec se ordenaron en una perfecta armonía ciertos hechos
aislados que, sin el desenlace, no tendrían sentido y seguramente
estarían borrados de la cinta de la memoria.
Si
Alec no hubiera muerto, un oscuro fatalismo ha llegado a dictarme que
los signos que anunciaron su desaparición tampoco habrían ocurrido. Casi
diría que el motivo de que se verificaran fue la misma muerte de Alec,
que operaba como causa aun antes de sobrevenir.»
Con
esta su primera novela Darío Jaramillo Agudelo demostró a cabalidad su
fino olfato de narrador, procurando eludir las expectativas del lector a
medida que las satisfacía en un plano mucho más riguroso y exigente: el
de su virtuosismo estilístico, casi tan diabólico, en su nitidez, como
el indescifrable misterio que nutre la obra.
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La vida no tiene argumento. Siempre he creído esto, que leí en alguna
parte, tal vez en Cioran: que los acontecimientos de la vida se
presentan en desorden, imprevistos; que eso que llamamos destino, cuando
así lo llamamos, nos aterra más por misterioso que por inexorable.
En la literatura, por el contrario, todo suele ocurrir ordenadamente.
Las historias tienen principio y fin. Los hechos se anudan y desenlazan
con una armonía y un ritmo que la vida misma envidiaría, y las piezas
del rompecabezas están totalmente armadas cuando se llega a la última
página.
Pero de repente, como por casualidad,
el acontecer cotidiano abandona su desorden vulgar y se desenvuelve con
una simetría aterradora por su exactitud y por su artificiosa fidelidad
a la literatura.
Esto fue lo que ocurrió con
la muerte de Alec, y de tal manera, que no podía eludir la tentación de
escribirlo. Y aunque yo fui testigo y de algún modo protagonista, de la
única manera que podía escribirlo era dirigiéndome a ti, como en una
carta, pues eres tú, más que nadie, casi a tu pesar, el dueño de esta
historia.
Perdona que me haya apoderado de
ella, que haya inventado ciertos escenarios que no alteran la verdad
macabra del cuento y perdona, finalmente, que haya violado un tabú con
el cual hemos convivido seis, casi siete años, al atreverme a afrontar
un tema que jamás hemos tocado.
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