“Hace 25 años, hacia 1988, escribí esta pequeña pieza sobre
Schopenhauer”, recuerda Fernando Savater. Anagrama la acaba de rescatar,
se titula El traspié. “Había entonces dos programas de televisión dedicados al teatro: Estudio 1 y A través del espejo.
Pilar Miró me la encargó para este segundo espacio y resultaba para la
época una propuesta un tanto rara. El teatro que se estilaba entonces
tenía un componente circense y las obras que se sostenían en la palabra
eran tachadas de discursivas. Ahora, en cambio, creo que a la gente le
gusta escuchar, ya no interesa tanto la cosa gestual. Digamos, pues, que
las cosas en las que me embarqué en aquellos años con María Ruiz, la
directora de escena, como Vente a Sinapia o Último desembarco, se adelantaron un poco a su tiempo. Es ahora cuando el teatro ha vuelto a valorar la palabra”.
Cuenta Savater que El traspié lo escribió a máquina. “Es anterior a Ética para Amador,
mi primera obra en ordenador: esas cosas no se olvidan”. María Ruiz
había conservado una versión manuscrita y Savater decidió pasarla al
ordenador e irla limando un poco. ¿Ha cambiado mucho el autor de
entonces con relación al de ahora? “¡Tengo un cuarto de siglo menos!,
que se dice pronto, y me ocurre lo que comentaba Oscar Wilde, que ‘lo
malo se ser viejo es que te sigues encontrando joven’.
Por lo demás,
Schopenhauer sigue interesándome tanto como me interesaba hace 25 años.
Fue el primer filósofo que leí y supongo que eso termina marcándote un
poco. Me regalaron en unos Reyes El mundo como voluntad y representación.
La traducción que publicó Aguilar la había hecho un antiguo profesor de
filosofía de mi madre y, bueno, se le ocurrió que sería un buen
presente para un muchacho de quince años. Ya no sé si me enteré mucho de
lo que leí entonces, pero Schopenhauer ha quedado siempre como alguien
muy próximo”.
En El traspié, el filósofo alemán despliega sus encantos
ante la joven escultora y no camufla ni uno solo de sus pensamientos
sombríos, pero los carga de ironía y sentido del humor. Aparece por ahí
su vieja ama de llaves, una furibunda católica que abomina de la
simpatía del filósofo por Buda, y un español que lo visita para
proponerle traducir sus escritos a la lengua de Cervantes. “Schopenhauer
tiene la gran virtud de la claridad”, apunta Savater. “Es, además, un
escritor maravilloso. Y sostiene, frente a la gran mayoría de los
pensadores que atribuyen los males del mundo a las criaturas humanas,
que el desastre que padecemos es cosa del cosmos, de la naturaleza, de
la voluntad, de dios… si es que este existiera. El dolor, las ansiedades
que nos agobian, los deseos insatisfechos: todo eso está en la
naturaleza, sostiene Schopenhauer. Si los hombres fuéramos capaces de
estar por encima de todo ese desorden seríamos un poco mejores. De eso
es, en fin, de lo que se trata”.
El amor de Schopenhauer por Rossini y Mozart,
su afición a tocar la flauta, su rechazo del suicidio (“lo considero un
pecado de optimismo: lo que hay que matar en nosotros no es la vida,
sino la voluntad de vivir”) o su gusto por el orden frente a cualquier
tipo de subversión son algunos de los asuntos que Savater va tratando a
lo largo de la deliciosa conversación entre el viejo pensador y su joven
admiradora. “Aquella fue una época magnífica para el pensamiento”, dice
Savater. “Rüdiger Safranski habla en su biografía de Schopenhauer de
los años salvajes de la filosofía. Y, sí, fueron tiempos
asilvestrados, llenos de pasión por las ideas e incluso Fichte o Hegel
fueron también salvajes a su manera. Esta obra trata en definitiva de
ese disparate: que un mamífero decida ponerse a pensar para intentar
comprender el mundo”.
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