Esta comedia de Savater fue escrita para la TVE de hace dos décadas. Entonces se representó como Un paso en falso. Posteriormente cambió su nombre por el de El tropezón y ahora se nos presenta como El traspié,
tras una última revisión del autor. La imagen que sugiere del título no
ha variado apenas; con lo cual, suponemos que el contenido de la
versión actual tampoco difiere en exceso de aquélla que interpretó
Amparo Larrañaga en 1988. ¿Pero qué es El traspié? En primer
lugar, una comedia filosófica. Y en segundo término, una curiosa
inversión del mito de Fausto, con un discreto asomo del Don Juan de
Tirso.
La madre de Schopenhauer, a cuyos salones acudía Goethe, siempre deploró el carácter irritable y soberbio de su hijo. Y en efecto, es un Schopenhauer viejo, fatalista, misógino y coqueto, quien aquí se deja retratar, una tarde de 1859, por la joven artista Elisabet Ney. Mientras la escultora trabaja (Ney era sobrina del mariscal napoleónico cuyo fusilamiento retrató Gérôme), Schopenhauer desgrana su teoría de la superioridad del budismo sobre la filosofía de Hegel. El nacimiento es un traspiés -dice el filósofo- que acaba con la muerte. De igual modo, la vida y el deseo son fuente inagotable de dolor; y en consecuencia, hay que rechazarlos. A pesar del credo ascético, Schopenhauer parece fuertemente atraído por la muchacha; y la visita de don Rodrigo de Zúñiga no hará sino aumentar las extravagancias del maestro.
Como Fausto, el viejo Schopenhauer es tentado por un obsequioso Mefistófeles/don Rodrigo. Sin embargo, el premio no consiste en el esplendor fragante de Elisabet Ney, sino en una sesión improvisada de espiritismo. Con esto, Schopenhauer parece haber encontrado una continuidad, una deriva ultraterrena al fatalismo de su doctrina. ¿Y el sueño faústico de la vida? En este caso, la vida y su misterio caen del lado de don Rodrigo, cuyo flirteo con la señorita Ney es propio de un impetuoso embaucador como Don Juan; no de un educado y reflexivo Mefistófeles.
La madre de Schopenhauer, a cuyos salones acudía Goethe, siempre deploró el carácter irritable y soberbio de su hijo. Y en efecto, es un Schopenhauer viejo, fatalista, misógino y coqueto, quien aquí se deja retratar, una tarde de 1859, por la joven artista Elisabet Ney. Mientras la escultora trabaja (Ney era sobrina del mariscal napoleónico cuyo fusilamiento retrató Gérôme), Schopenhauer desgrana su teoría de la superioridad del budismo sobre la filosofía de Hegel. El nacimiento es un traspiés -dice el filósofo- que acaba con la muerte. De igual modo, la vida y el deseo son fuente inagotable de dolor; y en consecuencia, hay que rechazarlos. A pesar del credo ascético, Schopenhauer parece fuertemente atraído por la muchacha; y la visita de don Rodrigo de Zúñiga no hará sino aumentar las extravagancias del maestro.
Como Fausto, el viejo Schopenhauer es tentado por un obsequioso Mefistófeles/don Rodrigo. Sin embargo, el premio no consiste en el esplendor fragante de Elisabet Ney, sino en una sesión improvisada de espiritismo. Con esto, Schopenhauer parece haber encontrado una continuidad, una deriva ultraterrena al fatalismo de su doctrina. ¿Y el sueño faústico de la vida? En este caso, la vida y su misterio caen del lado de don Rodrigo, cuyo flirteo con la señorita Ney es propio de un impetuoso embaucador como Don Juan; no de un educado y reflexivo Mefistófeles.
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