La madre de Schopenhauer, a cuyos salones acudía Goethe, siempre deploró el carácter irritable y soberbio de su hijo. Y en efecto, es un Schopenhauer viejo, fatalista, misógino y coqueto, quien aquí se deja retratar, una tarde de 1859, por la joven artista Elisabet Ney. Mientras la escultora trabaja (Ney era sobrina del mariscal napoleónico cuyo fusilamiento retrató Gérôme), Schopenhauer desgrana su teoría de la superioridad del budismo sobre la filosofía de Hegel. El nacimiento es un traspiés -dice el filósofo- que acaba con la muerte. De igual modo, la vida y el deseo son fuente inagotable de dolor; y en consecuencia, hay que rechazarlos. A pesar del credo ascético, Schopenhauer parece fuertemente atraído por la muchacha; y la visita de don Rodrigo de Zúñiga no hará sino aumentar las extravagancias del maestro.
Como Fausto, el viejo Schopenhauer es tentado por un obsequioso Mefistófeles/don Rodrigo. Sin embargo, el premio no consiste en el esplendor fragante de Elisabet Ney, sino en una sesión improvisada de espiritismo. Con esto, Schopenhauer parece haber encontrado una continuidad, una deriva ultraterrena al fatalismo de su doctrina. ¿Y el sueño faústico de la vida? En este caso, la vida y su misterio caen del lado de don Rodrigo, cuyo flirteo con la señorita Ney es propio de un impetuoso embaucador como Don Juan; no de un educado y reflexivo Mefistófeles.
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