Autor: Joan-Carles Mèlich
Editorial: Herder editorial
Año de edición : 2014
Numero de pagina: 264
Genero: Ensayo, humanidades, religión
Este libro Mèlich se enmarca en el bloque temático iniciado con Filosofía de la finitud y siguiendo con Etica de la compasión lo cual con este asume una radical desde principio cierta diferencia, claro sin perder la esencia, de dejarnos un ensayo, de poner en nuestras manos una reflexion de la profundidad antropologica. Ahora el texto que escribe sobre este libro, Miquel Seguró no es mas ni menos, lo que veremos en el texto, donde el eje central es “no hay moral sin lógica, no hay lógica sin crueldad”
El nervio del texto queda claro ya en la primera frase: “no hay moral sin lógica, no hay lógica sin crueldad” (p. 11). Más allá de ser una proposición lapidaria y que sin lugar a dudas suena muy bien, condensa perfectamente el sentido del libro. La moral, o el ejercicio de la misma, es algo antropológico, que forma parte de la misma esencia humana. Es inevitable: allá donde hay humanidad, hay moralidad. ¿Por qué? Porque hay una necesidad, humana, de mitigar las incertezas, las aberturas y requiebros de la vida y sus experiencias. Hay una necesidad de controlar, de dominar, de reducir la serpenteante experiencia del flujo temporal. Y eso, para Mèlich, solamente es posible si se hace en base a una “lógica”, a un ordenamiento que establece el bien y el mal.
No hay moral sin lógica, y no hay moral sin crueldad. En efecto, si la moral ordena y establece un sistema, entonces actúa por la fuerza, actúa por el “ordeno y mando”, no forzosamente violento pero sí efectivo, que dibujan los trazos innegociables de la buena vida. Y aquél que quede fuera de los mismos, o es una anomalía, que como diría Foucault es un elemento que sirve para explicar el propio sistema (el sano requiere del enfermo para sentirse sano, pero lo necesita fuera de su cotidianidad). Incluso puede que en caso extremo sea un elemento a eliminar por constituir el insoportable reverso a la “buena moral”.
La crueldad que comporta la moral, que Mèlich insiste en decir que forma parte de la realidad esencial humana, se explica fundamentalmente por la tentación de reducir las experiencias del vivir a un solo modelo. Un sistema que da explicación: incapaces de asumir la disparidad de surcos y caminos, necesitamos canalizar las aguas en un solo conducto. Y es que nos llevamos mal con nuestra condición, porque nos cuesta convivir con la finitud (recordamos aquí la mencionada Filosofía de la finitud, 20122).
La crueldad de la moral es doble: se dirige hacia uno mismo, a la par que se proyecta hacia “fuera”. La agresión a la propia condición la ejemplifican a la perfección tres figuras inestimables para comprender el “occidente”: Dostoievsky, Nietzsche y Freud. Para Mèlich son sus obras un claro reflejo de las vicisitudes del procedimiento de la crueldad. En todos ellos hay un elemento heterónomo, ajeno a la voluntad y deseo propio, que aplaca, o así lo busca, su energía vital. El continuo de “ida y vuelta” de ese atentado, que no tiene por qué ser explícito o con grandes aspavientos, sino que puede manifestarse de manera “natural”, es la proyección de la crueldad hacia fuera. En la relación intersubjetiva en la que el otro no es realmente el “otro”, al margen y en la frontera del sistema que todo lo regula, hay cruel- dad. De hecho, no hay ni relación, porque no hay abertura. Lo que hay es, si acaso, “reconocimiento”, un procedimiento de buenas intenciones que sin embargo es para Mèlich un fenómeno edulcorado de acción moral. “Un singular es lo no igual a ningún otro, es lo insustituible por ningún otro” (p. 195). Por eso la ley de la moral y su lógica son incompatibles con la experiencia ética. La primera desarrolla una narración, la del Bien (p. 183), en la que todo debe caber, sea porque lo confirma o porque lo niega, en su horizonte. El “bueno” y el “malo” forman parte del mismo sistema, el de la ley moral. En cambio la ética nace precisamente donde la moral se oscurece (p. 64), donde la evidencia y claridad dejan de serlo porque lo singular, lo “extraño”, comparece. Frente al amor “moral”, que viene por un reconocimiento, un juicio de valor, la vivencia amorosa “ética” es una respuesta sin más al otro. De ahí, por ejemplo, que la “moral” establezca una diferencia radical entre los hombres y los no-hombres como alteridades jerarquizadas, sistematizadas. Nociones como “per sona”, “humanidad” establecen para Mèlich una lógica que, aun estando bajo el manto del “humanismo”, no deja de ser cruel. De manera “natural” se asume que un animal no es “digno” de ser tratado como una persona, luego queda fuera de los bienes a ella reservada. Es una lógica implacable.
Pero, ¿debe es eso siempre así? A nuestro juicio no. La ecuación no es directa, a menos que no apliquemos una ley hermenéutica unívoca, y de algún modo cruel. Porque parece que no hay “metafísica”, sino metafísicas, como tampoco hay filosofía, sino filosofías. Es cierto que la relación entre una y otra ha sido en muchas ocasiones un claro atentado contra las realidades de las cosas, contra su finitud. Sí: no deja de chirriar cómo un Kant, tan consciente de la finitud de la razón pura y de sus condicionamientos, es un defensor absolutista y dogmático del imperativo categórico. O más claramente, el caso de la metafísica teísta y su sistema moral atributivo auto-referenciado, donde todo queda remitido al principio absoluto, una “evidencia” nada clara y en todo poco realista, vista la complejidad y diversidad de las cosas. Ahí sí que hay que convenir con nuestro autor que esa metafísica es cruel, es una sujeción del plano supuestamente trascendente al inmediatamente real, mundano.
Pero esto es lo problemático del caso, pues no queda claro que eso sea “la” metafísica. Para un Heidegger o un Jaspers no lo sería, por ejemplo. Porque justamente también para ellos los intentos de representación del mundo que no ahonden en lo que justamente permite o da sentido a la pregunta existencial, la experiencia de la finitud y las perplejidades que la acechan, no son más que una caricatura, cruel, de la experiencia de vivir. Por eso, si tomar la parte por el todo es en la ética imposible, ¿por qué hacerlo con las metafísicas? Metafísicas conscientes de lo que son: intentos hermenéuticos de dar salida a una experiencia propia e intersubjetiva no subsumible más allá de la interpelación dialéctica que se pueda dar entre dos particulares o más. Y si eso puede ser así, entonces la moral no es cruel por- que es metafísica, sino que justamente lo es porque no lo es. O, por lo menos, porque defiende una determinada metafísica dudosa de ser llamada como tal.
Estamos, en todo caso, ante un imponente ejercicio de rigor y directa denuncia existencial frente a los excesos y tentaciones, peligrosas, de las realidades dominantes moralizantes. Un esfuerzo refrescante y sugerente que en el presente libro se articula eminentemente como un ejercicio de deconstrucción y que por eso mismo reclama una continuación, de tonos más constructivos, de los temas que en él se tratan. Así lo asume Mèlich en la parte final de la obra y así parece proyectarse, prometiendo en la medida de lo posible un paso más dentro de esta reflexión vital sobre el hecho de vivir y el cohabitar con lo semejante y lo diferente. Sería sin duda una gran noticia para nuestro panorama filosófico que así fuera.
En sus manos
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