“Soy un hombre ridículo. Ahora ellos me llaman loco. Y eso podría haberme supuesto un ascenso de grado, sí no me siguieran considerando igual de ridículo que antes. Ahora no me enfado y todos me parecen simpáticos; incluso cuando se burlan de mí siguen algún modo pareciéndome especialmente dulces. De buena gana me reiría con ellos –no ya de mí, sino por afecto hacia ellos- si no fuera por la tristeza que siento cuando los miro. Y me siento triste porque ellos desconocen la verdad, y yo sí la sé. ¡Oh, qué difícil le resulta a uno conocer la verdad! Pero ellos no lo entenderán. No, no lo entenderán”.
Un curioso título el dado por Dostoievski en 1877 a este cuento, pero en el trasfondo del mismo, nos daremos cuenta de la jocosidad que en cada una de las paginas nos va develando. Es una historia narrada por su propio protagonista, un personaje que no cree en nada más que en sí mismo, el cual tiene algo parecido al que habla en Memorias del subsuelo o a Raskólnikov, quien se ve envenenado por su propio solipsismo. En cambio, que elemento es el diferenciador entre los personajes, que el cuento en cuestión, el hombre es un suicida, un maquinador de procesos, que con un vehemente deseo se precipita contra todos obstáculos hasta llevar a cabo su desdicha.
Se me presentaba con claridad la idea de que la vida y el mundo parecían ahora depender de mí. Incluso podría decir que el mundo, en aquel momento, estaba hecho únicamente para mí: si me suicidaba, el mundo desaparecería, al menos para mí.
Siendo el protagonista de cuento el que narra, este cae dormido e inesperadamente, porque “los sueños constituyen un fenómeno muy raro”, en ese otro mundo sus pensamientos y planes se consuman, hace lo que en el mundo “real” dejó de hacer: se suicida. Sueña entonces con su muerte, con su funeral y su entierro. Se ve a sí mismo al interior de su ataúd, inmóvil y atormentado por una gota incesante que se filtra por la tapa y cae directamente sobre su ojo. En estas condiciones ruega a Dios para que lo libere de su suplicio. Un ser responde a su llamado y lo saca del ataúd para llevarlo por una travesía sideral y edificante en la que al tiempo que divisan la Tierra y otros planetas, conversan sobre el sentido de la vida. Hasta que el ser misterioso lo abandona a la vista de un mundo que es idéntico al del hombre, salvo en un aspecto:
Era una Tierra que no estaba mancillada por el pecado original, y donde vivía gente que no había caído; vivían en el mismo paraíso en que, según la tradición, también habitaron nuestros procreadores, con la única diferencia de que toda la Tierra aquí era el mismo paraíso.
En ese mundo fantástico y utópico cuya descripción recomendamos leer, el otrora suicida descubre el sentido de la existencia, la razón por la cual la vida vale la pena ser vivida:
Ya había amanecido o, mejor dicho, aún no había luz, pero eran cerca de las seis. Me desperté sentando en el mismo sillón, mi vela se había consumido; en la habitación del capitán todos estaban durmiendo, y alrededor reinaba un silencio como en pocas ocasiones se daba en nuestra pensión. Lo primero que hice fue pegar un salto, extraordinariamente asombrado; jamás me había ocurrido nada semejante, ni siquiera en los detalles más absurdos e insignificantes: por ejemplo, jamás me había quedado dormido en el sillón, como me acababa de suceder. He aquí que, mientras permanecía de pie recobrando el sentido, de pronto centelleó ante mí el revólver, preparado y cargado; pero al instante lo aparté. ¡Oh! ¡Ahora solo quería vivir y vivir! Alcé las manos y clamé por la Verdad eterna. No clamé, sino que lloré; el asombro, el incalculable asombro, elevaba mi ser. ¡Sí! ¡Quería vivir y predicar!
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