Claude Monet, maestro de los impresionistas, nos
cuenta su vida en estas conversaciones inéditas: su infancia en El
Havre, su temprana dedicación a la pintura, la búsqueda incesante de los
efectos de la luz, los años pasados a orillas del Sena y su pasión por
la naturaleza. Desde su refugio en Giverny, pequeño pueblo
al noroeste de París, donde se recluyó hasta su muerte en 1926,
escuchemos la voz del artista que nos habla, entre mil anécdotas, de
todo aquello que hizo posible el impresionismo: de Inglaterra, del
Sena, de las flores, de los trenes, de París.
El hombre detrás del Impresionismo
Retirado del mundo,
inmerso en el suyo pro- pio, cuyo comienzo y final fue Giverny, Claude
Monet (1840-1926) ejerció de guía, maestro y modelo de uno de los
movimientos pictóricos más influyentes de último siglo y medio. Sin él,
el impresionismo no solo no habría sido, sino que simplemente no habría
existido. Este pe- queño volumen recoge las principales entrevis- tas
que este amante del Sena concedió en sus últimos años. La primera de las
conversaciones,«Los años de prueba», es la única que tiene lugar fuera de su pequeño universo de Giverny, y es la que concedió a Francois Thiébault-Sisson en
las parisinas galerías Durand-Ruel, donde el maestro exponía en
noviembre de 1900. «Ha salido de su retiro de Giverny por un día... Lo
he cogido al vuelo», dice el entonces joven críti- co de arte que logra
de Monet un curioso relato de su vida, y quizá su mejor trabajo
periodístico. Los demás textos de este tercer volumen de la colección
Conversaciones -antes fueron los dedicados a Karen Blixen y Akira
Kurosawa- son ya en territorio seguro para Claude Monet, en su querido e
idílico Giverny. Y todas estas charlas y crónicas son con amigos
cercanos, como el escritor Marc Elder, todo un ganador del Premio
Goncourt; Walter Pach, crítico de arte
y propagador del arte moderno en Nueva York; y una de sus más queridas
discípulas, la pintora estadounidense Lilla Cabot Perry. En estas
páginas, en las que Monet aparece relajado, disfrutando de sus
cigarrillos y sus bromas, podemos descubrir a un conversador irónico,
pero también sentimental, a la vez que divertido aunque profundo. Monet
desvela su pasiones, desde su adorado Sena a los nenúfares; comparte sus
pesares en Inglaterra; revela la inquietud que le asalta en torno a la
pervivencia de su pintura; y no se muerde la lengua ni para alabar a sus
amigos ni para criticar a sus adversarios. Además, aquí está el resumen
de su vida dictado por él mismo.
Giverny, la magia de un jardín
Pocos jardines han sido tan influyentes en un movimiento artístico
como el que creó Clau- de Monet en su casa de Giverny, pequeña
población de la Alta Normandía. Allí se retiró el maestro en 1883,
aunque no fue hasta 1890, cuando pudo comprar la casa que tenía
arrendada, que pudo construir los jardines a su completo gusto. El lugar
no solo inspiró su propia obra, también se convirtió en punto de
peregrinación y encuentro: Cézanne, Renoir, Sisley, Pissarro, Matisse y
Jogn Singer Sargent lo visitaron con asiduidad.
Cézanne
¿Cézanne?...
¡Es un ser indefinible!... Se ha escrito mucho sobre él. La verdad, no
lo he reconocido en ninguno de esos libros. El poeta Gasquet ha dicho
algunas cosas acertadas... El pensamiento de fondo de Cézanne, creo, se
le ha escapado a todo el mundo, y, por mi parte, no he podido nunca
deslindar la seriedad de la ironía de sus intenciones. Estoy convencido
de que toda su vida se ha burlado de cierto personaje, que se le ha
presentado como una especie de fantoche bilioso, inocente y grotesco.
Era muy susceptible y tenía en gran opinión su valía. Cuando se dio
cuenta de que sus esfuerzos no producían más que risa, se puso una
máscara de socarrón campestre. Estando en Giverny, donde se alojaba en
una casa vecina, un día fue a Médan para visitar a su viejo amigo
Zola... Volvió al poco, y, como me extrañó, él se explicó: «Es que ha
llegado un grrran personaje, señor Monet. ¡El señor Busenach! ¡Ahí es nada, tan grrrande que no se puede aguantar! Así que me he vuelto...».
Busenach
era un amable empresario que ponía en escena las novelas de Zola. Se
encontraba en Médan por causalidad y había eclipsado sin querer al pobre
Cézanne, que había llamado a la puerta. Me contó su huida sin aparentar
resentimiento, pero con una media sonrisa marcada bajo el bigote. Y
además está ese acento suyo de la Provenza, duro y metálico, que les da
un aire burlón a las historias más serias...
Cézanne
venía a veces al café Guerbois, donde nuestro grupo se reunía después
de la guerra de 1870. Vestía siempre como le daba la gana, más bien
descuidado, y para sujetar el pantalón llevaba una cinta roja, como la
de los obreros...
-Los obreros de los tiempos de
La Taberna, mi querido maestro. Hoy día Coupeau lleva tirantes, un
sombrero elegante, es un fiel de Paris-Sport, del «Vel d'Hiv», y tiene
su boxeador favorito...
Manet, por el contrario,
siempre se mostraba como un gentleman: guantes, el bastón entre los
dedos, un sombrero de copa bien calado. En una ocasión entró Cézanne y
echó una mirada rápida al grupo. Cuando
entraba, Cézanne lanzaba una mirada desafiante sobre la reunión. Después, abriendo su abrigo con un movimiento de cadera muy zíngaro, se subía el pantalón ajustándolo ostensiblemente con su cinta roja. Luego
estrechaba la mano a todo el mundo. Pero en presencia de Manet, se descubría y le decía entre risas: «No le doy la mannno, señor Manet, no me la he lavado desde hace ocho días».
entraba, Cézanne lanzaba una mirada desafiante sobre la reunión. Después, abriendo su abrigo con un movimiento de cadera muy zíngaro, se subía el pantalón ajustándolo ostensiblemente con su cinta roja. Luego
estrechaba la mano a todo el mundo. Pero en presencia de Manet, se descubría y le decía entre risas: «No le doy la mannno, señor Manet, no me la he lavado desde hace ocho días».
Se
burlaba de Manet, era evidente. Pero Manet le correspondía con
desprecio. Manet nunca consintió unirse a nuestro grupo y figurar en
nuestras exposiciones particulares. Al contrario, coqueteaba con las
oficiales, que lo rechazaban igualmente. La pintura de Cézanne le era
particularmente antipática. No comprendía su talento, al menos en
aquella época, pero yo pensaba que cambiaría de criterio, como lo había
hecho tantas veces. Tenía un argumento decisivo cuando se le presionaba
para que fuera uno de los nuestros: «No me mezclaré jamás con el señor
Cézanne». Por mi parte, experimenté la ironía de Cézanne. Le había
escrito para invitarle a instalarse en Giverny, donde me había enviado a
un joven pintor en el que estaba interesado. «La amistad de un gran
hombre es un regalo de los dioses», me respondió.
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