No resulta fácil mantener con vida a los muertos. Los ilustres tienen la ventaja de contribuir a esto con su esfuerzo: casi se encargan ellos mismos de saldar su futuro al dejarla cuenta pagada con propina y talento en vida. Si no, pregúntense por Shakespeare, Voltaire, Tolstoi, Cervantes, Borges o Thomas Mann. Tienen un hoy tan presente y actualizado: todos los días se viene hablando de ellos desde el mismísimo momento en que se esfumaron de este traficado mundo. De hecho, se despidieron a sabiendas de que volverían convertidos en miles, en los tantos lectores que los invocan con familiaridad y apego. En lo que mejor les sienta la vida de que disponen es en su obra, en sus libros que se multiplican según se trafiquen de mano en mano, de anaquel en anaquel y de edición en edición. Los libros, como ha escrito George Steiner, no tienen prisa en ser leídos. Si alguna generación los deja a un lado, si algún lector indiferente los ha mirado de reojo, vendrán otros en el futuro a recogerlos y reivindicarlos. No quiere decir esto que el libro en sí se garantiza su salvación. Todo depende cómo haya sido el idioma y qué juramento de eternidad se haya culebreado entre sus párrafos. Una tarde de 1969, John Kennedy Toole se suicidó en Biloxi, Missisippi. Nadie fijó su mirada ni fue atento con los párrafos que había compuesto. Hoy, su Conjura de los necios está traducida a todos los idiomas. De algunas paradojas está armada toda literatura cuando se enfrenta al gusto y la ponderación de un tiempo.
Arturo Uslar Pietri fue un hombre que se trazó muchos propósitos. Quiso ser político y no pudo ser presidente, pero sí logró ser escritor y aplaudido. Al final de sus días algunos lo acusaban de padecer el síndrome de Victor Hugo: esa hinchazón de la fama que colocaba sus frases en un estante privilegiado en la casa de la sociedad. Curiosamente, Uslar en la última etapa de su vida, que fue cuando lo conocí y traté, se quejaba de que el país no lo había reconocido del todo, lo cual parecía chochez o majadería porque si alguien disfrutó de la atención de todo un país fue precisamente Uslar Pietri. Ha tenido el problema de que todavía, absurdamente, muchos se sigan refiriendo a él como el doctor Uslar. A poco de su muerte pedí públicamente que le dijéramos Uslar a secas por aquello de que nadie puede trabar una amistad entrañable con un escritor si previamente le tiene que reconocer el Ph.D. Borges solicitaba a sus interlocutores que no le añadiesen título o trato adicional al del su apellido. “Dígame sólo Borges”, solía decir cuando alguien lo acusaba de maestro. Sus postreros años también los dedicó Uslar a un desdichado regreso a la política cuando lideró ese rocambolesco grupo que empezó a conocerse como Los Notables, y que se enorgullecía de haber presionado para sacar a Carlos Andrés Pérez de la presidencia de Venezuela, con lo que no se hizo otra cosa que abrir la Caja de Pandora, desatar la ira de los demonios y regalarle nuestro país a esta clase política actual de analfabetas y traidores a la patria. Lo cierto es que lo mejor que hizo Uslar fue escribir, lo demás se irá desdibujando con el tiempo, especialmente su cándida tesis de que el petróleo debía “sembrarse”, y que Uslar siguió repitiendo una y otra vez con un “habitual mal humor”, para utilizar la frase con que Harold Bloom describe al Yahvé del Antiguo Testamento. En honor a la verdad, el petróleo sí que se sembró y para ello basta con examinar la transformación de Venezuela entre 1945 y 1998.
Volvamos al escritor y huyamos del ruido de la calle. Usualmente era un hombre muy formal, poco dado a confianzas, sin sentido del humor. Jamás conversé con él de lo que no fuese estrictamente intelectual. Le gustaba hablar mucho de Venezuela, de su historia, también de literatura pero no tanto como los anteriores. Era difícil arrancarle una confesión y hasta podía ser intemperante al hablar del 18 de octubre de 1945. Un día, condescendiendo a los temas del presente y criticando el habla envilecida del país, me dijo que no podía entender cómo una mujer podía decir que estaba “arrecha” porque eso suponía admitir que tenía el pene erecto. Pero lo largó con una seriedad hierática sin siquiera carcajearse de su propio taconeo. Este señor que sonreía poco, muy poco, le hacía sin embargo zancadillas a la realidad cuando escribía y de allí que ese roble imperturbable que podía ser cotidianamente, se transformara en sus obras literarias y en sus ensayos, para encontrarse con el navegador de los muchos mundos que fue. Me parece que el éxito que tuvo con su primera novela, Las lanzas coloradas, lo marcó, le otorgó un puesto privilegiado, un asiento de atención, un banderín que arrastró. Usualmente los escritores tratamos de olvidarnos y de sepultar nuestra opera prima. Contrariamente a Uslar esto quizás pudo causarle algún daño al resto de su producción porque lo graduó de escritor antes de tiempo. Hoy leemos las Lanzas y vemos que la obra ha envejecido, que muchos de sus párrafos difícilmente resisten la lupa de nuestras horas de igual forma como Presentación Campos sigue como personaje incandescente y jurando venganzas. Alguna vez se insistió que esta novela se hermanaba con la vanguardia. Para no entrar en polémicas, diré simplemente que no imagino a André Breton considerándola de su mismo vecindario irracional y automatista. Pero están allí las Lanzas y su carbono 14 que la delata de otro tiempo pero las tenemos en el grupo de las novelas con que edificamos la residencia de las letras de nuestro país. Y también Uslar escribió Oficio de difuntos, El camino de El Dorado, La isla de Robinson y La visita en el tiempo. Esta es su última novela: con ella cerró el ciclo y fue la que lo llevó al estrado del Rómulo Gallegos y al Principado de Asturias a recoger dos galardones de excepción. Fue una novela con la que convirtió en literatura uno de sus más firmes desvelos de vida: España como abrevadero civilizatorio. Allí don Juan de Austria, más allá de enfrentar la cruz de occidente ante la media luna de Oriente, en aquella época épica de la gloria castellana de los tiempos que se llamó Lepanto, y en la que nuestro don Miguel de Cervantes estuvo de recluta quizás manejando sin éxito el arcabuz, es el testimonio vivo de una España fulgurante pero de poca vida. Con esta novela, Uslar rinde homenaje a la hispanidad, que nunca tuvo que desfigurarse de nuestra mismidad genética y que gracias al parricidio que procuró la Independencia, no como proceso de secesión política sino cultural, es que hemos seguido invocando idiomas y conductas extrañas a nuestra condición de pueblos emparentados con el Mediterráneo.
Es cosa muy curiosa que su obra literaria haya tenido un gran debut y una inigualable despedida, marcada justamente entre dos personajes antagónicos, Presentación Campos, un cruzado levantisco de la redención social y un aristócrata como el excelentísimo señor don Juan de Austria que destierra a España junto a su hermano Felipe del elenco europeo. Después de Presentación Campos, se intuye la destrucción. Luego de don Juan, la decadencia. Y Uslar levanta su espacio literario entre esos dos hitos pero hacemos más caso a los de la entrada y la salida como si su oficio estuviese sellado por un prólogo y un epílogo.
Más allá de sus novelas, o digamos que entre Las lanzas coloradasy La visita en el tiempo, están sus cuentos y sus ensayos. Cuentos como Barrabás, Simeón Calamaris, Rey Zamuro o La pluma del arcángel, por citar unos cuantos: relatos que en algunos casos patean, quiero decir recorren la geografía nacional y de allí saltan con propiedad a lo universal. La gran literatura es la que pasa de la sala número seis de un hospital ruso a la oficina de un telegrafista de un pueblo recóndito de Venezuela. Uslar siempre estuvo consciente de ello: conocía que su misión exacta estaba detrás de la hoja blanca, con la obligación de inventar y mentir una y otra vez con devoción y sin descanso. Por ello entre su asalto de la calle como perseguidor de titulares, entendió que el mitin político y la arenga de plaza, le restaban las páginas que pudo haber compuesto. Cuando pierde las elecciones del 63, ganó la literatura y el hombre se encerró a fabricar más de un mundo. Tampoco puede obviarse que gracias a su figuración y su conquista de los medios, se facilitó la visita del gran público a su obra literaria.
Una vez llegué a su casa y lo encontré de un poco común buen humor. Me dijo que estaba contentísimo, “como mono con huevo” se refirió exactamente y fue hasta su escritorio y las pupilas le brillaron como una moneda. Y me mostró la traducción de varios de sus cuentos al francés. Nada puede compararse a la felicidad de un escritor cuando ve en estampa uno de sus libros, que equivale a contemplarlos celebrados y en fiesta. Ese día Uslar con su júbilo, quiso aleccionarme con que no hay mayor dicha que la literatura, que los libros viven y que vivimos nosotros mucho más por ellos, que tenemos más duración gracias a ellos. Que se nos prometen tanto aliento como queramos. Y por esto digo una vez más que el Uslar que sigue estando aquí venciendo a la muerte como los mejores ilustres, pretextando que el día de su partida apenas fue un tropiezo, es el Uslar de los libros, al que seguimos leyendo y exaltando ya sin el tiempo como estorbo.
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