A las
once de la mañana del 7 de abril de 1926, una mujer salió de la
multitud en la Plaza del Campidoglio de Roma. A menos de un paso delante
de ella, se detenía Benito Mussolini. Al levantar el brazo para hacer el saludo fascista, la mujer levantó la suya y le disparó a quemarropa. Mussolini escapó ileso por muy poco, la bala apenas le había rozado. Animado por todo el mundo,
pudo continuar la marcha fascista. Esta es la asombrosa historia jamás
contada de Violet Gibson, la mujer que trató de detener el ascenso del
fascismo y cambiar el curso de la historia. Violet fue arrestada,
etiquetada como "solterona irlandesa con problemas mentales", y enviada a
un asilo mental inglés donde murió en 1956.
Esta elegante obra de reconstrucción biográfica, a través de una narrativa llena de suspense, conspiración y diplomacia, recupera la notable figura de Gibson de los registros históricos perdidos. Desde su aristocrática juventud en la élite de Dublín, entre bailes de debutantes y presentaciones en la corte, hasta su compromiso con las ideas fundamentales de la época, como el pacifismo, el misticismo o el socialismo. Pero sobre todo, analiza su menospreciado papel en el desarrollo del fascismo y el culto a Mussolini, en una peligrosa y novedosa época en la que todo parecía posible.
Miércoles 7 de abril de 1926
Una
mirada. Duración uno, o quizá, dos segundos. En la física de
partículas, una eternidad. En historia, el encuentro más breve, un
intercambio infinitesimal diminuto. Dos brazos que se levantan, el de
Benito Mussolini en el saludo fascista, el de Violet Gibson apuntando
con una pistola. La distancia que separa a estas dos personas que jamás
se habían visto es de unos veinte centímetros. Lo suficientemente cerca
como para respirar cada uno el aliento del otro. El asesinato puede ser algo muy íntimo.
Violet, la hija de un noble, parece una indigente. Lleva un vestido negro,
lustroso por el uso, lleva el cabello blanco grisáceo recogido en un
moño desigual del que sobresalen mechones sueltos; está muy delgada.
Mussolini, hijo de un herrero, viste como un corredor de bolsa. Cuello
estilo mariposa, corbata negra, polainas, abrigo con cuello adornado de
terciopelo -ropas que ha elegido esa mañana su amante judía, quien ha
pasado la noche con él. No ha dormido bien debido a una posible úlcera
de estómago que le produce frecuentes malestares. (Alejado de las
multitudes, el acto de aflojarse los pantalones y masajearse el estómago
con las manos se ha convertido en un reflejo cotidiano.) Violet, que se
ha estado preparando desde hace algún tiempo para matar a Mussolini,
tampoco ha dormido bien, porque también sufre de dolores de estómago.
Hasta el momento
en que ella levanta la pistola y apunta al rostro de Mussolini, ha sido
una mañana fascista corriente. A las seis en punto, el cámara de
Mussolini, Quinto Navara, llegó a su apartamento del Palazzo Tittoni en
la vía Rasella. Muy poco después, subieron a un Lancia negro y les
llevaron al despacho de Mussolini en el Palazzo Chigi. Su Excelencia el
primer ministro Benito Mussolini, Il Duce, se sentó tras su
escritorio para recibir a sus procónsules y escuchar sus peticiones. Su
personal y servicios de seguridad le han estado ajustando la agenda,
dando órdenes detalladas para su perfecta ejecución. El jefe de policía
acaba de terminar la orden de seguridad número 08473, en la que se
detallan los preparativos policiales para el día siguiente. Diariamente,
se despachan copias al carbón de estas órdenes de seguridad para los
responsables del orden público, incluyendo a los jefes de las policías
política y militar, el Ministerio del Interior, y la Guardia Real. El
jefe de policía tiene que lidiar con una fuerza muy poco entrenada que
no dispone de un sistema telefónico eficiente, carece casi en su
totalidad de transporte motorizado, y con unas comisarías locales
abarrotadas y antihigiénicas. En unas pocas horas tendrá que modificar
sustancialmente la orden. Pero, por el momento, todo transcurre como
debería ser en el nuevo Imperio romano.
Violet,
mientras tanto, hace su recorrido desde Via Nomentana, una amplia
avenida de villas y apartamentos que se extiende por la que había sido,
hasta hace bien poco, una zona rural interior de Roma. ¿Va caminando?
¿Toma el tranvía? Violet no tiene personal que diseñe y atienda las
minucias de su agenda. Como más adelante testificarán las monjas del
convento en donde se aloja, Violet se levantó a las seis y se presentó,
cubierta con un velo, a la misa de la capilla del convento. Salió
después de desayunar, a las 8.30 de la mañana. Estaba algo agitada «como
si estuviera intentando controlar alguna emoción interior». Cuando le
preguntaron si volvería para el almuerzo respondió que sí, con «una
media sonrisa». La hermana Riccarda estaba preocupada. Por la noche le
llevó a Violet algunos medicamentos para sus dolores de estómago. La
monja observó que había estado leyendo un periódico italiano y que había
marcado algunos pasajes. «No me di cuenta de que mañana tendría que
estar fuera por tanto tiempo», dijo Violet, la intención, como siempre,
esquiva. Cuando abandona el convento no se percata de que la madre
superiora, Mary Elizabeth Hesselbald, la vigila de cerca desde una
ventana.
Violet atraviesa la Porta Pía, el
fabuloso portal travertino de Miguel Ángel y se dirige hacia la iglesia
de Santa Susana. Aquí, hace tres días, el Domingo de Resurrección,
asistió a misa, sentada bajo floridos frescos que representan el
martirio de Susana, la santa del siglo iii que consagró su virginidad a
Cristo. Violet, aunque no es virgen, está preparada para abrazar su
propio martirio, porque Dios lo ha querido así. En la mano derecha,
metido en un bolsillo, lleva un revólver Lebel, el arma estándar del
ejército francés, capaz de disparar seis balas de 8 mm cargadas en una
recámara basculante. La ha envuelto en un velo negro. En la habitación
del convento, en donde había estado practicando con el revólver
descargado, sujetándolo con las dos manos hacia un objetivo fijo, tiene
una caja con veinte balas activas. En el bolsillo izquierdo del vestido
de solterona lleva una piedra grande, escondida en un guante negro de
cuero, con la que romperá el parabrisas del coche de Mussolini por si
tuviera que dispararle en el vehículo. Éstos son los instrumentos de su
santo gesto.
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