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El fin de la Historia

Estos últimos días he vuelto a leer a Heiner MüllerMáquina Hamlet, Cuarteto y Medea Material, en la edición de Losada de 2008 (cuánto seguimos debiendo los lectores de teatro en español, que haberlos haylos, al fundamental sello argentino). Si uno lee a Müller cuando tiene 20 años, el entusiasmo es consecuente, casi como en una proposición lógica: la juventud convierte todo ese ácido en algo sagrado, un atracón de experiencia, un revulsivo que permite expulsar los últimos restos de la inocencia, una sublimación de la estética traducida en arrebato, en guantazo en la cara, en ganas de decir lo que no se puede. Si, como es el caso, uno tiene además la suerte de presenciar una representación de alguna de sus obras a una edad temprana, el hallazgo se hace definitivo; y posiblemente gracias a Müller uno admite que el teatro es algo que merece la pena amar, comprender, cultivar, cuidar; pero también violar, agredir, subvertir, traicionar; porque en esa traición el teatro encuentra un sentido nuevo y más pleno en esta época de locos; si el teatro deviene en última cena, el mejor papel que uno puede representar es el de Judas: serán los otros, los preferidos, los que terminen sacando las castañas del fuego al reo mientras es una crucifixión, y no la absolución, lo que necesita el teatro para llegar a significar, si es que significa, ahora que ni el cine parece reclamar la atención de los mortales.
 Pero cuando uno lee, o relee (falso: nunca se puede leer al alemán dos veces del mismo modo: su obra hace buena la máxima de Heráclito), a Müller más cerca de los 40, lo hace embriagado del saludable y necesario escepticismo. Y la corrosión se vislumbra con entrañable nostalgia. Al fin y al cabo, uno sigue yendo al teatro, aunque a menudo no sepa para qué, y por más que tantas veces ni siquiera valga la pena. Algo queda, supongo, como una brasa aún tibia, de aquel compromiso sellado a los pies de Máquina Hamlet, como un noviciado prematuro: será el teatro o no será. Pero sí, todo el veneno recuerda ahora a un refresco de cola. Lo malo es cuando el mismo gusto sube a los labios al leer a autores presentes y deudores, comoRodrigo García, que montó algunas obras de Müller en Espacio Cero a finales de los 80: sí, claro, Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba y todo eso, me suena al leerlo, posiblemente lo había hecho antes, o algo parecido. A estas alturas, mierda, uno busca otra cosa. Como si al final uno se hartara del veneno, se aburriera, y prefiriera directamente el refresco de cola.
 Indago en las causas, si las hubiera. Y llego a algunas conclusiones. Heiner Müller escribe (según sus palabras) este teatro, un teatro escupido, con discursos ensamblados sin diálogos ni réplicas, sin orden ni lógica, hecho a base de imágenes brutales, sin dramática aristotélica, sin dramática no aristotélica, sin acción ni inacción ni nada que esperar, sin desenlaces ni arquitectura, porque, afirma, la Historia ha terminado. Y una vez que la Historia ha terminado, ya no se puede decir nada. He aquí la razón de su balbuceo: el motivo por el que, aun queriendo decir mucho, como un deseo atávico o religioso del que es imposible despojarse, no llega a decir nada. Es inútil aspirar a una dramática, señala Müller, sin la Historia. He aquí, por tanto, el único teatro que se puede ofrecer. Al verter su ácido, Müller realiza un ejercicio de honestidad. Bernhard le había dado todas las vueltas posibles aWittgenstein sin renunciar a la jaula del lenguaje: pero Müller se libera. Y la Historia parece darle la razón.
 Posiblemente sea éste el motivo de mi enfriamiento. El fin del comunismo no fue el fin de la Historia. La Historia ha existido en el 11-S, en Beslán, en Columbine. La Historia existe hoy en Siria, en Grecia, en la República Centroafricana. En nuestros barrios, en nuestros pueblos. El grito se exhaló y fue necesario. Luego el teatro se hizo situación, sombra, posición, reflejo, espejismo, juego. Pero necesitamos un teatro que vuelva a decir. Una dramática capaz de ponerle nombre a la Historia, porque la Historia existe. Tal vez ya no exista como disciplina académica, como sección de la economía. Pero sucede. Y quizá sea el teatro el mejor recurso de que dispongamos hoy para señalarla, revelarla, denunciarla. No es el texto: es la palabra. Suban a un actor en el escenario y permítanle pronunciarla. Sea la interpretación un manifiesto, en su extrema humildad: es hora de dejar de hablar para unos pocos.
diariodesevilla.es

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