La ley de Herodes: o te chingas o te jodes» reza
un vulgar y conocido dicho mexicano. Jorge Ibargüengoitia, agudo
observador de las actitudes y los hábitos sociales de su entorno, adopta
el espíritu entre humorístico y frustrado de este refrán para elaborar
una serie de ingeniosas historias en las que el narrador protagonista se
convierte en víctima de las circunstancias y de la arrogancia, la
mezquindad, la falta de respeto o las mentiras de sus compatriotas.
Estas pequeñas crónicas cotidianas de inspiración autobiográfica están
profundamente marcadas por la mirada irónica de su autor, que siempre
busca la complicidad del lector para confesarle sencillas experiencias
íntimas y anécdotas ridículas como modo de alcanzar una pequeña catarsis
liberadora. Los cuentos de La ley de Herodes, escritos con un
estilo muy elaborado y un regocijante sentido del humor negro, se
convierten así en preciadas muestras del enorme talento de
Ibargüengoitia para captar el trasfondo de los comportamientos humanos y
sociales.
EL EPISODIO CINEMATOGRÁFICO
El
episodio cinematográfico sucedió hace cuatro años. Yo estaba embargado y
mi aventura con Angela Darley había entrado en una etapa negra. Una
noche me salí de su casa olvidando, o mejor dicho, fingiendo olvidar, la
cabeza etrusca que ella me había regalado después de tantos ruegos de
mi parte. Yo estaba furioso porque ella había insistido en leer las
líneas de la mano del joven Arroyo y le había dicho lo mismo que me
había dicho a mí tres años antes:
-Resulta usted muy atractivo para cierta clase de personas.
Esa noche la soñé, con bigotes y oliendo a azufre. Le perdí el respeto.
Al día siguiente, hice una fiesta e invité al joven Arroyo, que me
relató sus aventuras con Angela Darley. Afortunadamente no habían
llegado a mayores. Al verme irremplazado, me puse tan contento que bebí
más de la cuenta y acabé a las seis de la mañana, bailando en el Club
Nereidas. Ésta fue la obertura del episodio cinematográfico.
Desperté
a las seis de la tarde, en estado deplorable, con la noticia de que
Feliza Gross y Melisa Trirreme querían hablar conmigo y estaban
esperándome en la sala. Bajé a saludar envuelto en un impermeable,
porque desde los trece años no he tenido nada que pueda llamarse bata.
En la sala, tomé asiento y me cubrí la boca con la mano, discretamente,
para que la fetidez de mi aliento no molestara a las visitantes.
Melisa, que era poetisa y argumentista, quería hacerme una
proposición, que me pareció sensacional. Para empezar, me explicó las
condiciones en que estaba la Industria Cinematográfica.
boomerang
Comentarios