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Lo que no tiene nombre

La novela de Piedad Bonnett dedicada a la vida y la muerte de su hijo Daniel

«¿Hasta dónde puede llegar la literatura? En este libro dedicado a la vida y la muerte de su hijo Daniel, Piedad Bonnett alcanza con las palabras los lugares más extremos de la existencia. La naturalidad y la extrañeza conviven en sus páginas igual que en su mirada conviven la sequedad de la inteligencia y el latido más intenso de la emoción. Buscar respuestas es un modo de hacerse preguntas. También es una forma de seguir cuidando al hijo más allá de la muerte. La gran literatura convierte la historia personal en una experiencia humana colectiva. Por eso este libro habla de la fragilidad de cualquier vida y de la necesidad de seguir viviendo.» Luis García Montero

«El dolor de la madre es aquí, por desgracia y también por milagro, tan infinito como el oficio de la escritora. Su doliente serenidad para nombrar lo innombrable, para narrar la peor de las pérdidas, provoca una admiración que es, a partes iguales, de índole personal y estética. «El pensamiento no se acalla», leemos. Tampoco la literatura, capaz de llegar allí donde la vida nos silencia. Lúcida ante cada palabra que pronuncia en estas páginas de terrible belleza, ante la delicadeza de su herida, Piedad Bonnett nos incorpora conmovedoramente a su familia.» Andrés Neuman

«Un testimonio demoledor del hecho más doloroso que una mujer puede imaginar para su vida, escrito con la pluma pesada y pudorosa que sólo puede tener quien se sabe vencida por los demonios pero aún nos mira desde los ojos de sus ángeles. Me da terror y me angustia sentir que este libro es bello, pero eso es: un libro de una belleza notable, ahogada y triste, muda de música, pero tan real como la vida misma.» Pablo Ramos

«Yo he aprendido con este libro despiadado de Piedad, que no hay consuelo. Y que sin embargo vale la pena escribir que no hay consolación. ¿Por qué vale la pena? Creo que vale la pena de decirse, de escribirse, porque es verdad.» Héctor Abad Faciolince


I. Lo irreparable
          Buscamos un sitio vacío donde estacionar y lo encontramos a unos cincuenta metros del viejo edificio de cinco pisos que se levanta, digno pero sin gracia, casi al final de la 84 entre 2ª y 3ª, una de esas típicas calles neoyorkinas del Upper East Side, tradicionales y casi siempre apacibles a pesar de los muchos negocios que funcionan en los pisos bajos. Del baúl del carro bajamos dos maletas grandes, livianas porque están vacías. Antes de llegar al portón, y como impulsados por un mismo pensamiento, nos detenemos y miramos hacia arriba, como calculando los cuatro pisos que debemos empezar a subir. Camila abre el portón y aparecen el hall, amplio y sombrío -uno de esos espacios donde cualquier mínimo ruido produce eco-, y las escaleras de granito, las mismas que en el pasado agosto nos parecieron eternas cuando ella, Renata y yo subíamos y bajábamos, entusiastas y acezando, cargadas con toda clase de enseres. Ahora, en cambio, hay algo crispado en nuestro silencio, en la manera a la vez pausada e impaciente con que remontamos los escalones, contra los que tintinea el metal de las ruedas de las maletas.
          Pamela nos abre la puerta y nos saluda con abrazos apretados y esa bella sonrisa suya que ni siquiera puede ser opacada por la tristeza. Después de un breve intercambio de palabras, cruzamos la cocina y la salita y entramos lentamente a la habitación. Lo primero que registran mis ojos es la enorme ventana abierta, y detrás la escalera de incendios que da a la calle. Examino todo, brevemente, de un vistazo: la cama, tendida con pulcritud, el escritorio abarrotado de libros, los cuadernos apoderados de la mesa de noche, la chaqueta de cuadros colgada con cuidado en la silla.

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