Es difícil saber si Franz Kafka fue el mejor escritor del siglo XX -¿cómo se mide algo así?-, lo seguro es que no se merecía el premio Nobel. Entiéndanme, tal vez lo merecía pero nose lo merecía. El problema no es que parte de su obra sea póstuma y la publicada en vida fuera casi secreta –digamos que más que el año pasado la de Mo Yan-, el problema es el carácter de esa obra y, sobre todo, de su autor. Darle el Nobel a alguien que escribió laCarta al padre hubiera sido enviar a la corte de Suecia a un hombre incómodo dentro de su pellejo al que cuesta imaginar más cómodo dentro de un frac.
Hay autores que es mejor dejar a solas a sus lectores, a oscuras casi. Claudio Magris suele hablar de la pequeña decepción que supuso para él la publicación de las memorias de su amigo Elias Canetti después de haber escrito, muchos años antes, esa novela incandescente llamada Auto de fe. Es como si pasados los años Kafka hubiera venido a aclararnos el significado de El proceso -dice Magris.
Hay obras que resisten mal el exceso de luz. Premiar a Kafka hubiera sido como domesticar el fuego, usar un incendio para encender un puro después de un banquete, el banquete del Nobel. ¿Decir unas palabras para brindar en el ayuntamiento de Estocolmo? Franz Kafka no se merecía pasar por eso.
Todo esto –y sofismas aparte- para decir que es cierto, que el Nobel se equivoca, que este año ha premiado -merecidamente, se apresuran a decir los justicieros- a “la Chéjov canadiense” –Alice Munro- cuando en su día no quiso premiar a Anton Chéjov. Aunque los últimos 50 años del palmarés parecen más atinados que los 50 primeros tampoco hay que tomarse esa lista como el canon occidental: la historia de la literatura no cabe en una lista. La demostración es la cantidad de inmortales que se quedaron fuera de ella. Mejor: la demostración es que nosotros nos acordamos de ellos sin mirar esa lista. En el fondo el Nobel de Literatura no es más que la recomendación anual de 18 lectores suecos cualificados que se toman la molestia de leer por nosotros. O te fías o no. Yo, ya lo dije, me fío. Lo justo pero me fío. Digamos que me fío más que de otros jurados o de los miembros del COI (aunque la última vez acertaron).
Lo que no parece muy justo es decir que sus juicios están llenos de errores –que lo están- y acto seguido sostener que el que merece el premio, en el fondo, es nuestro autor favorito –pongamos, Philip Roth-. O su criterio nos merece respeto o no, lo que no vale es que solo nos lo merezca cuando coincide con el nuestro. Si esa lista no vale, ¿para qué queremos en ella a los grandes “de verdad”? Alguna vez hemos recordado a Cela suspirando por el Cervantes –se lo dieron después del Nobel- a pesar de haber dicho que no era más que un premio “lleno de mierda”. Tenemos razón y, además, queremos que nos la den. La reacción, me temo, se parece demasiado a aquella viñeta de El Roto en la que alguien decía “Necesitamos un experto” y alguien le respondía “¿A favor o en contra?”
El Pais
Comentarios