Un diccionario también es un libro de historia. Detengámonos en Dios. Tal vez signifique lo mismo para un creyente de hoy que para uno del siglo XVIII pero, desde luego, ha cambiado un trecho para los académicos. Los actuales le definen como “ser supremo que en las religiones monoteístas es considerado hacedor del universo”. Hace tres siglos, la religión era otra cosa. Su protagonismo impregnaba la sociedad y permeaba hasta la lexicografía. Dios se definía como “nombre sagrado del primer y supremo ente necesario, eterno e infinito, cuyo ser como no se puede comprender no se puede definir…”. Para realzar la excepcionalidad, se recurría a la extensión (seis páginas) y a la tipografía. La palabra se resalta en un cuerpo mayor que las restantes 37.000 voces del Diccionario de autoridades, la primera obra editada por la Real Academia Española (RAE) en 1726 y la razón de su fundación, como los propios fundadores aclaraban en el prólogo: “Hallándose el orbe literario enriquecido con el copioso número de Diccionarios, que en los idiomas, o lenguas extranjeras se han publicado de un siglo a esta parte, la lengua española siendo tan rica y poderosa de palabras y locuciones, quedaba en la mayor oscuridad, pobreza e ignorancia”.
El diccionario, que consta de seis tomos, acaba de ser editado en facsímil con motivo del tricentenario de la institución en una doble colección —una edición numerada en polipiel, tapa dura y estampación con oro viejo que cuesta 1.188 euros y una versión popular a 22,90 cada volumen—. En la presentación de la obra, José Manuel Blecua, director de la RAE, explicó que la tirada original constó de 1.600 ejemplares. “En 1780 no se había terminado de vender. Era un Diccionario caro e inmanejable”, recordó. “Probablemente no estaría en todas las bibliotecas universitarias, pero había un circuito de representantes de la Iglesia y hombres ilustrados, que ayudarían a difundirlo”, añadió Darío Villanueva, secretario de la Academia.
Blecua, que dedicó su discurso de ingreso al Diccionario de autoridades—al igual que otro director de la casa: Fernando Lázaro Carreter—, destacó que ya en 1713, año en el que se constituye formalmente la academia por iniciativa del marqués de Villena y siete compañeros de tertulia, se elabora un acta con la lista de autores de los que se extraerán ejemplos para apoyar las definiciones. “El diccionario es también un canon de obras literarias e históricas”, indicó.
Los académicos fundadores seleccionaron escritores “de prosa” y “de verso” (de ahí el nombre de autoridades) desde el año 1.200 sobre los que sustentar su selección de palabras. Alfonso X, Don Juan Manuel, Santa Teresa de Jesús, Cervantes, Inca Garcilaso, Quevedo, Lope de Vega, Góngora o Calderón de la Barca son algunos de los incorporados, aunque la relación se completa con textos jurídicos y administrativos.
Teniendo en cuenta la falta de medios, se podría decir que los académicos fueron diligentes. Desde que arrancaron sus trabajos en 1713 (ellos mismos confían en el prólogo que “el principal fin que tuvo la Real Academia Española, para su formación, fue hacer un Diccionario copioso y exacto, en que se viese la grandeza y poder de la lengua, la hermosura y fecundidad de sus voces, y que ninguna otra la excede en elegancia, frases y pureza”) solo tardaron 13 años en publicar el primer tomo. En 1739 se imprimió el sexto volumen, que daba por finalizados los trabajos que situaba al español a la altura de otras lenguas.
Desde entonces apenas se reeditó. En 1770 comenzó una segunda edición pero se frustró tras un primer tomo. Más recientemente, en los noventa del siglo XX, se publican tres volúmenes, pero han tenido que pasar tres siglos para contar con una edición completa —la primera en facsímil, publicada por JdeJ editores— del Diccionario de autoridades. De él cuelga el actual, aunque para aligerar su uso se suprimieron las autoridades.
El Pais
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