En 1938 la vida de Beatrice, una jovencísima
encajera irlandesa, se convierte en un cuento de hadas cuando por un
maravilloso azar entra a trabajar en la residencia de Felix y Dorothea
Metzenburg en Berlín. Los Metzenburg, coleccionistas de arte y amigos de
los hombres y mujeres más fascinantes de Europa, introducen a Beatrice
en un mundo en el que la joven encuentra más objetos de deseo de los que
jamás había imaginado.
Sin embargo
la Alemania nazi ha lanzado su campaña de agresión por toda Europa, y
muy pronto el conflicto traspasa el umbral de los Metzenburg. Tras
retirarse con Beatrice a su casa de campo, Felix y Dorothea hacen todo
cuanto está en su mano para preservar las tradiciones del viejo mundo.
Pero las realidades del hambre y la enfermedad, así como las amenazas
todavía más graves del terror nazi, la deportación y el asesinato de los
judíos y las hordas de refugiados que huyen del avance del Ejército
Rojo, empiezan a amenazar su existencia.
«Este libro me resulta estimulante, verdaderamente excitante, nuevo, bueno en todo lo que ofrece: la gente, la ropa, la comida... todas y cada una de sus palabras.» Joan Didion
«Si los hermanos Grimm hubieran abordado el ascenso y el declive del Tercer Reich, es muy probable que hubieran escrito un cuento que se leería como se lee La vida de los objetos.» NPR Books
«El mundo de los Metzenburg es tan asombroso para Beatrice como podría serlo para cualquier lector moderno salido de una máquina del tiempo.... Moore logra resumir toda la Segunda Guerra Mundial de un modo impresionantemente detallado, demostrando que ni siquiera los más privilegiados quedaron inmunes a sus estragos.» Daily News
«Este libro me resulta estimulante, verdaderamente excitante, nuevo, bueno en todo lo que ofrece: la gente, la ropa, la comida... todas y cada una de sus palabras.» Joan Didion
«Si los hermanos Grimm hubieran abordado el ascenso y el declive del Tercer Reich, es muy probable que hubieran escrito un cuento que se leería como se lee La vida de los objetos.» NPR Books
«El mundo de los Metzenburg es tan asombroso para Beatrice como podría serlo para cualquier lector moderno salido de una máquina del tiempo.... Moore logra resumir toda la Segunda Guerra Mundial de un modo impresionantemente detallado, demostrando que ni siquiera los más privilegiados quedaron inmunes a sus estragos.» Daily News
1938
Mi nombre es Beatrice Adelaide Palmer. Nací en 1921 en Ballycarra, en
el condado de Mayo, y soy la única hija de Elizabeth Givens y Morris
Palmer, de Palmerstown. La mía era una familia venida a menos y ya no
éramos terratenientes, aunque tampoco aparceros (no habíamos estudiado
en la universidad, pero no éramos tampoco campesinos). Asistía a una
pequeña escuela que estaba a cargo del señor Hugh Knox, un viejo clérigo
de la Iglesia de Irlanda que tenía una gran pasión por las aves y que
daba clases de Gramática Latina y de Matemáticas. Como en Ballycarra no
había biblioteca con servicio de préstamo de libros, el señor Knox
animaba a sus alumnos (solo éramos tres) a leer su colección personal de
libros: Robinson Crusoe, Cranford, Shakespeare, Dickens, Trollope y
Thackeray, Jane Eyre, los sermones de Jonathan Swift, los Cuentos de hadas de los Grimm, George Eliot, Lewis Carroll, Thomas Hardy, El viaje del Beagle, Los relatos del Padre Brown, La cruzada y muerte de Ricardo I, Siegfried Sassoon, El claustro y el hogar, El diario de Samuel Pepys y Biggles y el peligro negro (un libro que instigó en mí el terror a los rusos).
El señor Knox tenía también una extensa colección de diarios y
documentos científicos sobre aves, y aunque, para disgusto de nuestro
viejo profesor, yo no leía los libros de ornitología, sí leía las
novelas, algunas más de una vez, y muchas veces los cuentos de hadas
(sobre todo «Caperucita Roja», que, según Dickens, fue su primer amor:
«Sentía que si hubiera podido casarme con Caperucita Roja, habría
conocido la felicidad perfecta»). Todos los otoños, cuando el señor Knox
iba a Dublín, siempre volvía con un libro que sabía que me encantaría,
como la nueva novela de Daphne du Maurier o de Agatha Christie, y, para
mi alegría, dejaba que me quedara con él. Al señor Knox le gustaba decir
que las novelas nos mostraban que el mundo era un lugar donde imperaba
lo extraño, gobernado por el azar, cosa que no hacía sino dificultar la
tarea de mantener nuestras certezas. Yo no tenía más certezas que mi
deseo de irme de Ballycarra.
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