Como quien atesora visados de países en su pasaporte, el escritor y ensayista Jorge Carrión (Tarragona, 1976) ha ido acumulando aquí un punto de libro; allí, un folleto; de una, la tarjeta; de la de más allá, una conversación con sus responsables y, de la mayoría, ha tomado fotos. El objetivo de este safari han sido todas las librerías que se han cruzado en su pasión viajera a lo largo de años. Es su particular manera de dar la vuelta al mundo. De países importantes, cree que sólo le faltan ejemplos de Rusia y de India.
“Siempre me he sentido a salvo en las librerías”, asegura sobriamente satisfecho ante Librerías, particular mezcolanza entre la historia del libro y la de esas tiendas, la génesis de buena parte de la cultura occidental y algunos retazos de su propia vida, de lo que le ha ayudado a ser escritor. Una obra particular sobre unos centros “sistemáticamente olvidados por los estudios culturales”, dice el autor y que ahora publica Anagrama tras quedar finalista del premio de ensayo que concede la propia editorial.
No es necesario que el lector sea un especial amante de ellas. La fascinación está garantizada; ya nadie podrá decir que las librerías son sitios aburridos y estáticos, sin atractivo, donde nunca pasa nada menos en el interior de los libros. Porque cuenta Carrión, por ejemplo, que los responsables de los 50 kilómetros de estantes de la londinense Foyles (fundada en 1903, ordenados los volúmenes por editoriales, durante muchos años prohibido el uso de calculadoras…) le enviaron una carta a Hitler con una oferta formal por los libros que había decidido ir quemando. El dictador ni respondió, pero el éxito les sonrió con el pedido que realizaron a las nuevas autoridades soviéticas sobre los libros de la Rusia zarista y los laxos primeros años revolucionarios. En Foyles se vengaron del dictador nazi: sacos llenos de arena mezclada con la edición inglesa del Mein Kampf protegieron el techo del local cuando los bombardeos alemanes de la segunda guerra mundial.
Un encanto más literario tiene la también londinense Stanfords, de 1901, que la mitología se empeña que sea donde el escritor viajero por antonomasia, Bruce Chatwin, compraba sus mapas. No es seguro, pero entre quienes sí fueron clientes figuran el explorador polar Robert Scott y el mismísimo Sherlock Holmes, que encarga en la tienda el mapa del páramo en el que desde siglos inmemoriales mandan los Baskerville.
Intercalando reflexiones sobre los avatares de Salman Rushdie, las estrategias narrativas en la obra de Coetzee (uno de los tres autores más robados en la surafricana The Book Lounge, junto a Coelho y García Márquez) o las consecuencias culturales de la mutación tecnológica, Carrión va haciendo saber a sus compañeros de viaje que había 28 bibliotecas en la Roma del año 35 antes de Cristo, donde los ricachones ya compraban libros a peso para embellecer sus casas. O que en la Lello de Oporto, la librería más bonita del mundo según Vila-Matas, se rodó la escena de la serie de Harry Potter en la que el joven mago compra sus textos escolares.
Si en la Librairies des Colonnes de Tánger, en 1949, debían soportar las sustracciones que Jane Bowles realizaba en sus largos periodos de inestabilidad psicológica, peor lo pasaban los propietarios de los locales donde el beatnik Gregory Corso se llevaba ejemplares, que al día siguiente intentaba vender en el mismo local. No fueron, mantiene Carrión, grandes usuarios de librerías los de la Beat Generation, que en cambio trabajaron mejor el marketing, consiguiendo que la mítica City Lights de Nueva York fuera lugar de peregrinaje de autocares de beatniks, ansiosos por visitar los templos de Kerouac o Burroughs.
En cambio, sí que hay una librería detrás de todo gran dictador. Dramático contrasentido. El joven Stalin, para no dejar rastro en los registros de la biblioteca pública y dar pie a la represión policial zarista, se refugiaba intelectualmente en la librería Chichinadze de San Petesburgo; allí accedió a los textos de Marx y, como iba corto de dinero como sus colegas, se dedicaba con ellos a copiar subrepticiamente los textos prohibidos por turnos. En definitiva, una gran escuela para poner en marcha luego su represión cultural.
Hitler, que de joven iba a leer a la Sociedad Educativa Popular de la Bismarckstrasse, llegó a tener una biblioteca particular de 1.500 libros. Mao fue más lejos: montó librería propia, la Sociedad Cultural de Libros, en la que llegó a emplear a seis personas. Los más lectores, más censores… Ya se sabe que leer es peligroso, como de alguna manera demostraba en Johannesburgo la Boekehuis, especializada en literatura en afrikáans, protegida por un muro y una caseta de vigilancia. Cerró el año pasado…
Shakespeare & Co., la librería de las librerías, que Sylvia Beach tuvo que cerrar durante la ocupación de París por las amenazas del oficial alemán al que no quiso venderle un ejemplar de Finnegans Wake de un Joyce al que le había editado su Ulises, fue, con su naturaleza de biblioteca, galería de arte, hotel, embajada y centro cultural a la vez, cenit de una manera de entender un negocio que empezó a mudar antes de lo que se cree, posiblemente en un temprano 1848, cuando en la estación de ferrocarril de Euston en Londres se abrió una librería, propiedad de WH Smith, quizá la primera gran cadena de este tipo de tiendas en la historia. Hacía ya 16 años que podía hablarse de libros con cierto éxito comercial, como los de Walter Scott (a los que luego se añadirían los de Dickens y Thackeray) y de un producto de mayor alcance popular (entre 1840 y1870, el precio del libro en Francia bajó a la mitad).Con los años llegaría el imperio de Barnes & Noble, con sus 600 librerías en colleges de EEUU y 700 de urbanas más en asociación con Starbucks. Nada casual pues que fuera Barnes & Noble la primera librería en anunciarse por televisión, como constata en el libro el también autor de Teleshakespeare.
Hoy estamos en la fase de las librerías como catedrales contemporáneas, así lo muestran la espectacular Ateneo de Buenos Aires (recuperando un majestuoso cine-teatro) o la misma La Central del Callao madrileño (en lo que fuera una finca palaciega del XIX). Se trata de competir con los grandes iconos culturales del momento y de entrar, sin complejos, en el circuito turístico-cultural. Fenómeno no demasiado desligado de la búsqueda de la experiencia lectora, dice Carrión, la que suma la librería con la venta de souvenirs y la cafetería-restaurante.
Esas librerías ya no necesitan para ser visitadas de la historia y el mito de un libro o de un autor, como tampoco lo requieren las librerías virtuales, que se van haciendo hueco. Pero en las físicas “uno encuentra lo que no quería, mientras que en Internet sueles encontrar sólo lo que buscas”, dice Carrión parafraseando la experiencia de su amigo y también cronista Martín Caparrós.
El librero es un sector muy mutante, “se tiene poca consciencia de su función y la parte del negocio se acaba imponiendo a la cultural”. Cinco de las librerías que cita Carrión en su ensayo --de corte sebaldiano, hasta el extremo de intercalar fotografías-- han desaparecido desde que acabó su libro, quizá todo él en buena parte un ejercicio de melancolía de ese adolescente que fue Carrión, que pasaba muchísimas tardes de sábado fascinado entre los anaqueles de la librería de ocasión Rogés Llibres de Mataró, igual que ante las bibliotecas particulares de los clientes de su padre, trabajador de Telefónica que iniciaba una segunda jornada laboral como vendedor a domicilio de Círculo de Lectores. Un mundo distante y distinto de los libros electrónicos, que cuestan de imaginar como un bien tan querido y preciado como lo consideraban hasta los prestamistas del siglo XII, cuando los libros se llegaban a aceptar como garantía subsidiaria de pago. Qué tiempos…
El Pais
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