Cuando Alice Munro publicó su primera colección de cuentos, Dance of the Happy Shades,en 1968, la literatura canadiense en lengua inglesa apenas existía. Algunos grandes clásicos —Robert Service, Stephen Leacock, Lucy Maude Montgomery, Mazo de la Roche— habían insinuado la posibilidad de una literatura propia de las ex-colonias de América del Norte, pero faltaba establecer una reconocible (y reconocida) identidad literaria.
Con perseverante determinación, algunos jóvenes escritores de lengua inglesa se lanzaron a la grandiosa empresa de fundar una literatura nacional. Los escritores de lengua francesa debieron sobrellevar obstáculos diferentes para llevar a cabo la misma empresa: el menoscabo de la dominante sociedad anglófona, el desprecio de laVieille France hacia la Nouvelle. Los anglófonos, en cambio, tuvieron que tratar de hacerse visibles a la sombra de dos avasalladores gigantes: Inglaterra y Estados Unidos. Tan menoscabada era su identidad nacional que hasta mediados de los años ochenta todo escritor publicado en inglés debía firmar un contrato en el cual el Canadá aparecía como un territorio perteneciente a uno u otro imperio literario.
Gracias a los esfuerzos de una pequeña banda de amigos —Margaret Atwood, Graeme Gibson, Denis Lee, Alice Munro y algunos pocos más— empezaron a aparecer librerías especializadas en la producción del país, editoriales nacionales como MacLelland & Stewart y Coach House Press, y la Unión de Escritores Canadienses, fundada en 1973. Para ofrecer una suerte de manual de identidad intelectual a sus conciudadanos, Atwood, bajo la influencia del gran crítico canadiense Norhrop Frye, publicó en 1972 Survival, explicando no solo el mito central de su país —el de la víctima que intenta sobrevivir en medio de una naturaleza inhóspita— sino también una guía práctica de lugares donde adquirir libros, películas y discos del Canadá. El grupo consiguió imponer un sistema de becas provinciales y federales, y un apoyo gubernamental a la difusión de obras canadienses.
La contribución de Alice Munro a esta empresa intelectual fue menos política y más literaria. Nacida en 1931 en el sudoeste de la Provincia de Ontario, se casó muy joven con un librero de la Columbia Británica, cuyo apellido siguió usando después de su divorcio en 1976. Durante su estadía en la costa oeste, ocupándose con su marido de la librería y de sus tres hijas, Munro empezó a escribir cuentos y a enviarlos a la CBC, la emisora de radio nacional donde, gracias a los esfuerzos de los jóvenes fundadores, se leían (y pagaban) los textos de escritores nacionales. El más dinámico promotor de esa generación fue Robert Weaver, quien difundió, aconsejó y apoyó la obra de muchos autores hoy célebres, entre ellos Munro.
El genio literario de Munro fue reconocido desde su primer libro, que obtuvo el mayor galardón literario del país, el Premio del Gobernador General. A partir de esa publicación inicial, todos sus libros, sin excepción, fueron aclamados por la crítica, tanto en Canadá como en el resto del mundo anglófono, y la prestigiosa e influyente revista norteamericana The New Yorker comenzó a publicar sus cuentos con asombrosa regularidad. Cynthia Ozick la calificó de “nuestro Chéjov”: la comparación es exacta, no solo por la destreza con la que Munro construye sus narraciones, sino también por que raramente busca un terreno de exploración más allá de su rincón natal.La contribución de Alice Munro a esta empresa intelectual fue menos política y más literaria. Nacida en 1931 en el sudoeste de la Provincia de Ontario, se casó muy joven con un librero de la Columbia Británica, cuyo apellido siguió usando después de su divorcio en 1976. Durante su estadía en la costa oeste, ocupándose con su marido de la librería y de sus tres hijas, Munro empezó a escribir cuentos y a enviarlos a la CBC, la emisora de radio nacional donde, gracias a los esfuerzos de los jóvenes fundadores, se leían (y pagaban) los textos de escritores nacionales. El más dinámico promotor de esa generación fue Robert Weaver, quien difundió, aconsejó y apoyó la obra de muchos autores hoy célebres, entre ellos Munro.
Hay cuentistas magistrales (Hemingway, Kipling, Cortázar) cuyo campo de acción es la tierra entera; otros, en cambio (Chéjov, Rulfo, Flannery O’Connor) no buscan viajar más allá de su horizonte físico. A estos últimos, el rincón familiar les basta para analizar, describir y ensalzar la condición humana entera. Para Munro, si bien escribió algunos cuentos que ocurren en otras partes de Canadá, y alguno que otro en Estados Unidos, el mundo se resume a la región sudoeste de la provincia de Ontario, tierra agrícola de sus ancestros inmigrantes británicos y europeos, de un protestantismo duro, condicionado por la versión eclesiástica local llamada United Church of Canada, donde indudables valores morales como la honestidad, la modestia y la perseverancia se mezclan con una suerte de desdén por el éxito público, eso que el novelista Robertson Davies (otro gran escritor de la misma región) llamóSouthern Ontario oafishness y que podría traducirse por “torpeza intelectual” de los habitantes de la zona.
Los hombres, mujeres y niños (pero sobre todo mujeres) del mundo literario de Alice Munro se afanan en los pequeños trajines de la vida cotidiana. Nacen, viven y mueren dentro de marcos previstos desde siempre, y si en estos irrumpen (como siempre lo hacen) las sorpresas del azar y de lo casi imposible, nunca sienten que sus tragedias puedan tener ecos universales. Es el lector quien entiende que en la desdicha de una pareja común y corriente se han deslizado las pasiones de Macbeth y de su reina, o los amores imposibles de Lancelote y Ginebra; que en la historia de una mujer al borde de la locura resuena la tragedia de Medea; que la crónica de una traición adolescente relata la misma que pudo sufrir Andrómaca o Ifigenia. No es que tales mitos sean jamás explícitos en los cuentos de Munro, quien rechaza enérgicamente la noción de símbolo o alegoría en su obra, pero hay en sus narraciones una suerte de intuición de algo mucho más antiguo que el trozo de provincia que elije describir. La minuciosa construcción de ese mundo —la exactitud de un gesto de despedida, de una palabra apenas pronunciada, de la forma de una taza o del color de un muro— parecería reivindicar un realismo documentario, una arqueología del presente. Sin embargo, es lo contrario: esa precisión encubre una generalidad ancestral, una verdad válida para todos, un secreto a voces. El lector nunca siente que se trata de un virtuosismo mimético, de color local. Sin duda, los personajes de Munro viven en un lugar y un tiempo precisos, pero también en todos los lugares y todos los tiempos.
Cuando la conocí, me decepcionó. No quería hablar de literatura, ni mucho menos de su obra; apenas aventuraba un juicio sobre algún libro que había leído, pero raramente sobre un contemporáneo. En cambio, me di cuenta de que observaba cada detalle de la gente que nos rodeaba, los gestos que yo hacía, alguna particularidad del café en el que estábamos. En uno de sus mejores cuentos, Material, una escritora sentada junto al lecho de hospital en el que su madre está agonizando no puede impedirse pensar cómo utilizará esta escena en un cuento. Imagino que para Alice Munro, así es la vida: un ejercicio de observación de la resignación, la angustia, la felicidad, el dolor de los otros y de ella misma, para después ofrecer a sus lectores esas obras pequeñas maestras en las que todos nuestros mundos están reflejados.
El Pais
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