De vez en cuando, un conocido me recomienda algún blog o que escuche a un tertuliano mediático. “¿No lees lo de Fulano? ¿No sigues a Mengano?”. Cuando le insinúo que mi opinión sobre el referido es de ignorancia en el más piadoso de los casos y deplorable en los demás, se encogen de hombros lamentando lo mucho que me pierdo: “Pues da una caña…”. Ya sabemos lo que es “dar caña” (en otras épocas “dar leña” o “dar cera”): proferir enormidades truculentas e insultantes que acogoten sin miramientos al personaje público detestado, sea del gobierno o de la oposición. Lo de menos es que tal demolición esté bien fundada, solo cuenta que utilice munición del más grueso calibre y que no condescienda a ningún miramiento con su víctima. Si además el cañero ha sido bendecido por los dioses con un humor chocarrero y grasiento de la peor baba, mejor que mejor. El que da mucha caña funciona como un resorte a favor de los suyos y contra quienes le disgustan: basta que aparezca en lontananza la silueta de alguien de la facción opuesta para que se desencadene arrollando todo a su paso como un tsunami inquisitorial y aniquilador.
No me resulta fácil comprender por qué este tipo de vociferantes despierta tan morboso deleite en personas que en otros asuntos prácticos de la vida atienden a argumentos y no a iracundos rebuznos. Siempre me he resistido a creer —aunque no faltan pruebas que la abonan— en la teoría que expuso Enrique Lynch en un artículo hace bastantes años: que los españoles sentimos una suerte de veneración por los energúmenos. Prefiero suponer que para muchos, incluso inteligentes, es una satisfacción mayor descalificar a personas que refutar argumentaciones. Christopher Hitchens protestaba contra este vicio que le aplicaban de vez en cuando algunos de sus antagonistas en debates públicos: “Me había acostumbrado al nuevo estilo de la seudoizquierda, según el cual, si tu oponente creía que había identificado el motivo mas bajo de todos los posibles, estaba bastante seguro de que había aislado el único verdadero. Este método vulgar, que ahora es también la norma del periodismo actual que no es de izquierdas, está diseñado para convertir a cualquier idiota ruidoso en un analista magistral” (en Hitch-22). Lo malo es que el propio Hitchens, y yo mismo, ay, y tantos otros, hemos incurrido a veces en esa práctica cuya mala fe nos resulta tan evidente cuando somos pacientes de ella…
Hay también una explicación ética del asunto. El sutil filósofo alemán Odo Marquard ha explicado la diferencia entre tener conciencia moral o convertirse en conciencia moral. Tener conciencia moral es algo que desasosiega y obliga a una permanente autocrítica: en cierta forma, tener conciencia es siempre tener mala conciencia. Pero eso puede arreglarse convirtiéndose uno mismo en la conciencia moral que critica a los demás y les recuerda los altos deberes que han vulnerado: de ese modo, la conciencia es siempre para uno buena conciencia. Dar caña a quienes no son de los nuestros nos hace sentir morales sin padecer los agobios del examen de conciencia. Uno se convierte en exigencia para los otros, sobre todo si ocupan puestos social o políticamente relevantes, mientras se envuelve en la autocomplacencia de ser el dedo que señala pero nunca es señalado.
Hay todavía otro oscuro motivo más, aunque quizá sea demasiado intelectualmente sofisticado para la mayoría de quienes dan caña o disfrutan con los que la propinan. Se trata de lo que Flaubert llamaba la rage de vouloir conclure, el rabioso afán de llegar a conclusiones. Los problemas de nuestras sociedades son siempre arduos, inciertos, llenos de aristas y aspectos contrapuestos. Ser honrado frente a ellos, sopesar sus matices y distintas perspectivas, es condenarse a la insatisfacción de no saber nunca del todo. ¿Cómo negarse el gusto de salir de la incertidumbre por la puerta falsa de pasar por alto cuanto nos contradice y sentirnos seguros dando caña o dejándonos halagar por quienes la dan a favor de nuestros prejuicios?
Fernando Savater
El Pais
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