Todo esto no significa que el arte haya sido desconsiderado por los filósofos que precedieron a los del siglo XVIII, cuando el gusto y el placer comenzaron a ser investigados con decisión. Conservamos fragmentos presocráticos en los que se sienta posición sobre el origen de la creatividad literaria, y unos apuntes de Aristóteles sobre el teatro, olvidados durante un milenio, no han dejado de suscitar interrogantes desde su redescubrimiento en el Renacimiento. Platón imaginó el espacio que deberían ocupar (o desalojar) los artistas en una ciudad ideal.
Ya en el siglo XX, Heidegger entendió que la poesía abría un camino único para pensar problemas esenciales que habían sido exiliados de la filosofía. Adorno escribió el último gran tratado de estética de que disponemos – un grito de guerra modernista que enfrenta tanto las servidumbres del entretenimiento masivo como la banalización política – y ayudó a rescatar los heterodoxos escritos de Benjamin.
La posmodernidad emergió en corrientes arquitectónicas y artísticas antes de que Lyotard la proyectara a la categoría de espíritu general de una época. Los problemas del arte y la literatura han ocupado a pensadores tan distintos entre sí como Derrida y Rorty, Deleuze y Danto, Vattimo y Foucault. Este elenco, desde luego, se podría ampliar sin ningún esfuerzo. Pese a todo, la pregunta por el arte contemporáneo continúa superando muchas veces los intereses, y otras las fuerzas, de la mayor parte de los filósofos, cuyos empeños actuales son desbordados casi de inmediato por una realidad caleidoscópica.
Habermas, precavido, apenas se refiere al arte; los filósofos analíticos lo abordan de modo marginal y desde de una reductiva, aunque consistente, psicología. En el amplio capítulo final de su libro, Bubner atribuye la situación periférica de la estética desde los tiempos de Kant y Hegel a la violenta revolución artística ocurrida en el siglo XX.
“La liberación radical de la producción artística misma del recinto ontológico tradicional – escribe Bubner – y la superación de cualquier canon (…) han dejado irremediablemente atrás las posibilidades de la teoría [filosófica]”. El permanente shock de lo nuevo en el arte descalabra cualquier intento de captura teórica. Formas sucedáneas de la estética, como denomina Bubner a las que practican, por ejemplo, los propios artistas, no satisfacen los exigentes criterios de los teóricos, quienes sin embargo apenas logran ofrecer algo a cambio. La estética se hace fuerte en revisiones permanentes sobre su propia tradición conceptual. Pero se trata de un refugio seguro antes que de un desarrollo acorde con los tiempos.
Distintas tendencias del pensamiento del siglo XX han visto en el arte un ámbito privilegiado para la verdad. En consecuencia, las rígidas fronteras entre la filosofía y el arte se volvieron permeables, explica Bubner. El arte ya no queda, como ocurría en el pasado, enteramente definido en términos de belleza o placer; la propia noción de obra de arte ha sido desmantelada por las vanguardias. Hegel aún se respaldaba en las obras; Kant, pensaba en términos de placer.
Algunas de estas visiones capitales todavía son muy útiles para nosotros, pero no podemos reflexionar sobre lo que nos rodea siendo rígidamente fieles a sus huellas.
Bubner busca rescatar la experiencia estética de inspiración kantiana porque no remite a objetos precisos, sino que acontece dentro del propio sujeto.
Pero esta propuesta de un regreso a la interioridad abre nuevas paradojas y dificultades. Hegel anunció que, en su época, el arte era una cosa del pasado y había sido superado. Es posible que su dictamen haya afectado más directamente a la disciplina que pretendía refundar, la estética filosófica, que al objeto del que ésta iba a ocuparse.POR JOSE FERNANDEZ VEGA
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