La gran mayoría de las mejores novelas de la Historia son autobiografías. No se trata de que sean rigurosas autobiografías sino laxas recreaciones de la memoria que es lo propio y gozoso de la literatura, siendo ésta lo opuesto a la documentación. Según este principio centrado en que lo mejor es lo que el autor cuenta de su vida real, la "invención" aparece como un artificio de menor valor, un recurso apropiado para los cuentos infantiles y la perorata de la ciencia ficción porque lo de verdad interesante no es lo imaginable sino lo ya vivido.
Cierto es que la imaginación posee mucho prestigio y cuanto más imaginativo es un niño más se le valora en su desarrollo pero una cosa es esa imaginación que lleva al juego de la fantasía de los dibujos animados y otra la imaginación del adulto que llena con frecuencia las partes más débiles y desanimadas de un libro.
El grado de un texto coincide con el drama que empuja característicamente detrás y de ahí que Dostoievski, Kafka Herzog, Proust, Martin Amis, Duras, Doris Lessing, Tolstoy, Lampedussa o Italo Svevo escribieran sus grandes obras alumbradas desde la experiencia vivida, interior o exterior. Compuestas además en primera persona puesto que la novela o el novelar sólo puede soportarse cuando no se ve que el autor, en tercera persona, novela. Todos los que novelan perjudican la importancia de la narración. Puede ser que para los que buscan preferentemente intrigas la novela policiaca o la no policiaca bien trufada de artificios, sea lo mejor pero para el buen lector lo mejor es lo que se le entrega cocido en el corazón y no pimentado en la imaginación. La imaginación constituye una hermosa facultad del alma pero hace daño cuando se mezcla con otros ingredientes contrarios. De ahí pues la mala receta, el aberrado resultado de tantos novelistas que creen abrillantar sus libros barnizándolos con ficción. Porque la ficción, contra todo lo que se dice, no es medular en una buena novela sin o tan sólo una barata adición de sabor.
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