Clasificar la literatura de Víctor del Árbol (Barcelona, 1968) es tan difícil como clasificar a su autor. Ex mosso d'esquadra, sus libros hurgan en las heridas del pasado reciente, en historias que preferimos dejar de lado; muestran la importancia de los recuerdos, de un pasado que siempre vuelve, de las heridas que no se cierran; nos dan una bofetada al ponernos frente a unos personajes que se mueven, como todos, por motivos egoístas, actores complejos de unas tramas nada sencillas; atrapan alejándose de los recursos fáciles, obligan a parar, a respirar, a pensar si no seremos un poco como ese personaje al que creemos que odiamos.
El autor de La tristeza del samurái(Alrevés) vuelve con Un millón de gotas (Destino), una novela en la que el lector es llevado de la mano por una historia de búsquedas, venganzas y gritos de libertad.
Gonzalo es un hombre bueno que lucha por sacar adelante a su familia y mantener la independencia de su bufete. No es un gran abogado pero se apaña; tiene problemas con su mujer y sus hijos pero los quiere; no es rico pero tiene una posición más que acomodada. Y, sobre todo, no tiene nada que ocultar. La noticia de que ha muerto su hermana, agente de policía a la que le unió un vínculo muy fuerte en la infancia, da la vuelta por completo a esta anodina existencia. Gonzalo se lanza de lleno a la búsqueda de los verdaderos motivos que se esconden tras el suicidio de Laura, una historia con mafias, especulación urbanística, abogados sin escrúpulos y policías corruptos.
La muerte de Laura es esa pequeña gota que empieza a quebrar la piedra, que abre la vía del dolor. Pero la grandeza de Un millón de gotas no está en este planteamiento clásico del que no conviene desvelar más, sino en las ideas que desencadenan todo y que recorren la obra de Víctor del Árbol. A saber: las casualidades no existen, son “sólo una apariencia en la que se escudan los que no necesitan saber más”, como dice el agente Alcázar; el pasado permanece y nos devuelve la visita; todos nos movemos por intereses más o menos personales pero siempre, siempre, nuestros actos tienen consecuencias y pagamos por ellos.
A partir de ahí, el desastre inevitable, la lucha por la supervivencia y la verdad de unos, que es la mentira, la muerte o la negación para otros. Con este planteamiento y estos ingredientes, el autor nos propone una revisión del pasado del padre de Gonzalo, Elías, un héroe de la lucha izquierdista que igual no fue tan heroico, una figura oscura a veces, radiante otras, que se mueve por la trastienda de la utopía comunista y los horrores del siglo XX: voluntario en la Unión Soviética, esclavo en la isla de Nazino, héroe en la Guerra Civil, víctima de la represión estalinista, prisionero en Argèles… Como me ocurre con Eduardo, ese pintor perdido y arrasado por la vida, en Respirar por la herida o con María enLa tristeza del samurái, (Prix du Polar Européen 2012) entiendo a estos personajes, justifico sus malos actos, me conmuevo con su dolor pero también les odio cuando hacen daño, me asqueo cuando quiero que actúen mal. Y ese alejamiento de cualquier maniqueísmo se agradece.
Dice Caterina, también conocida como Esperanza, en un momento del libro:
“No sé dónde está el bien y dónde está el mal, Elías. Sé que las generaciones que vengan nos juzgarán y no serán benévolas con nosotros. ¿Por qué habrán de serlo? ¿Acaso somos merecedores de su perdón, de su piedad? ¿Acaso la necesitamos?
A través de los saltos temporales, de la década de los treinta a un pasado reciente y vuelta al siglo XX, el lector siente que la historia se precipita de manera irremediable hacia un final nada complaciente, pero así es la vida y así es la buena novela negra. Que nadie espere regalos en Un millón de gotas, que nadie espere un respiro. Lean y disfruten.
El Pais
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