BERLÍN, 29 de abril.– “Podía pensar, pero no hablar”, fue una de las
primeras instrucciones que recibió la joven Elisabeth Kalhammer cuando
después de contestar a un anuncio de un periódico acabó trabajando como
empleada doméstica de Adolfo Hitler en 1943.
Años después, Kalhammer rememora en una entrevista publicada ayer por el diario austriaco Salzburger Nachrichten sus experiencias en la casa del dictador en Berchstesgaden, uno de los rincones más idílicos de los Alpes bávaros.
Se busca empleada doméstica. Lugar de trabajo: Berghof en Obersalzberg, en la Baviera Berchtesgaden”, rezaba el anuncio para la que era la segunda residencia de Hitler.
La Oficina de Empleo de la localidad austriaca de Wels escogió entre todas las solicitudes la de la entonces joven de 18 años. Sin embargo, lejos de sentirse feliz por la oportunidad, la mujer de actualmente 89 años reconoce que tuvo miedo la primera vez que llegó al que sería su lugar de trabajo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
Su madre le había pedido que no fuera, pero la mujer de la Oficina de Empleo le dijo que debía estar agradecida por una oportunidad por la que miles de jovencitas estarían encantadas. Así acabó haciendo las maletas y tras pasar por dos puestos de control de las SS, llegó a la casa de Hitler. “La casa estaba llena de invitados y el Führer estaba allí”, recuerda sobre su llegada.
Enseguida la hicieron partícipe de las reglas de la casa: “Lo que se hable en la casa, no puede salir bajo ningún concepto de ella. Las faltas serán castigadas con la prohibición de poder salir de casa”.
Kalhammer pronto se dio cuenta del funcionamiento de la residencia de descanso de Hitler. Sólo trabajadores con años a su servicio tenían permitido el acceso a las consideradas “salas privadas” del dictador. Lisbeth, como se le conocía allí, pasó sus horas no sólo lavando o cosiendo, sino también limpiando.
Respecto a la compañera sentimental de Hitler, Eva Braun, Kalhammer la recuerda como una “mujer elegante”, con trajes a la última moda, que disfrutaba de la visita de sus amigos y que era “un gran amor”.
Braun se comportaba en Berghof como la dueña de la casa, aunque no estuviera casada con Hitler, recuerda la antigua empleada del hogar que debía vestir mandil blanco y que en una Navidad recibió lana de Braun para tejer calcetines para los hombres en el frente, uno de los cuales mandó a su hermano.
Kalhammer recuerda también la pasión de Braun por la actriz austriaco-alemana Marika Rökk. “En Berghof había una sala de cine. La novia del Führer se preocupaba porque las jóvenes tuvieran algún sitio donde sentarse cuando proyectaban una película de Rökk”.
“Por suerte nunca me encontré con Hitler y no tuve que hablar con él”, afirma la mujer que nunca quiso contar a nadie sus experiencias al servicio del dictador durante la época del Tercer Reich hasta ahora.
Sin embargo, aunque la joven no hablara con el que era uno de los hombres más temidos de Europa, debía estar al tanto de todas sus manías.
“Seguía una estricta dieta para la que tenía a su propia cocinera y sólo bebía agua caliente. Pero bien entrada la noche, Hitler se escabullía a la cocina donde debía haber uno de los conocidos como ‘pasteles del Führer’: un pastel de varias capas de manzana con nueces y pasas”, revela.
“Cuando Hitler salía en alguna ocasión a pasear fuera, estaba prohibido observarlo. Sólo podíamos verlo a través de las cortinas”, asegura.
El 14 de julio de 1944 fue la última vez que vieron a Hitler en Berghof, seis días antes del atentado en su contra del que salió ligeramente herido.
“A partir de ese momento, creció el nerviosismo en Berghof, y los trabajadores debían comenzar a llevar los tesoros de Hitler al búnker para el que había que bajar 95 escalones”, indica. Entre las cosas que había que trasladar al búnker había un “enorme” número de libros, cuadros y espejos.
Cuando los aliados comenzaron a acercarse a la zona, se prohibió a las jóvenes abandonar la casa. Para ello les contaron todo tipo de historias horribles de lo que les iba a pasar: “Nos contaban que los negros venían a cortarnos el pelo y a violarnos”.
Pero desobedeció la orden y huyó. Con ayuda de una amiga llegó dos días antes del final de la guerra a casa de su madre y hoy en día vive en la ciudad de Salzburgo, en Austria.
Años después, Kalhammer rememora en una entrevista publicada ayer por el diario austriaco Salzburger Nachrichten sus experiencias en la casa del dictador en Berchstesgaden, uno de los rincones más idílicos de los Alpes bávaros.
Se busca empleada doméstica. Lugar de trabajo: Berghof en Obersalzberg, en la Baviera Berchtesgaden”, rezaba el anuncio para la que era la segunda residencia de Hitler.
La Oficina de Empleo de la localidad austriaca de Wels escogió entre todas las solicitudes la de la entonces joven de 18 años. Sin embargo, lejos de sentirse feliz por la oportunidad, la mujer de actualmente 89 años reconoce que tuvo miedo la primera vez que llegó al que sería su lugar de trabajo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
Su madre le había pedido que no fuera, pero la mujer de la Oficina de Empleo le dijo que debía estar agradecida por una oportunidad por la que miles de jovencitas estarían encantadas. Así acabó haciendo las maletas y tras pasar por dos puestos de control de las SS, llegó a la casa de Hitler. “La casa estaba llena de invitados y el Führer estaba allí”, recuerda sobre su llegada.
Enseguida la hicieron partícipe de las reglas de la casa: “Lo que se hable en la casa, no puede salir bajo ningún concepto de ella. Las faltas serán castigadas con la prohibición de poder salir de casa”.
Kalhammer pronto se dio cuenta del funcionamiento de la residencia de descanso de Hitler. Sólo trabajadores con años a su servicio tenían permitido el acceso a las consideradas “salas privadas” del dictador. Lisbeth, como se le conocía allí, pasó sus horas no sólo lavando o cosiendo, sino también limpiando.
Respecto a la compañera sentimental de Hitler, Eva Braun, Kalhammer la recuerda como una “mujer elegante”, con trajes a la última moda, que disfrutaba de la visita de sus amigos y que era “un gran amor”.
Braun se comportaba en Berghof como la dueña de la casa, aunque no estuviera casada con Hitler, recuerda la antigua empleada del hogar que debía vestir mandil blanco y que en una Navidad recibió lana de Braun para tejer calcetines para los hombres en el frente, uno de los cuales mandó a su hermano.
Kalhammer recuerda también la pasión de Braun por la actriz austriaco-alemana Marika Rökk. “En Berghof había una sala de cine. La novia del Führer se preocupaba porque las jóvenes tuvieran algún sitio donde sentarse cuando proyectaban una película de Rökk”.
“Por suerte nunca me encontré con Hitler y no tuve que hablar con él”, afirma la mujer que nunca quiso contar a nadie sus experiencias al servicio del dictador durante la época del Tercer Reich hasta ahora.
Sin embargo, aunque la joven no hablara con el que era uno de los hombres más temidos de Europa, debía estar al tanto de todas sus manías.
“Seguía una estricta dieta para la que tenía a su propia cocinera y sólo bebía agua caliente. Pero bien entrada la noche, Hitler se escabullía a la cocina donde debía haber uno de los conocidos como ‘pasteles del Führer’: un pastel de varias capas de manzana con nueces y pasas”, revela.
“Cuando Hitler salía en alguna ocasión a pasear fuera, estaba prohibido observarlo. Sólo podíamos verlo a través de las cortinas”, asegura.
El 14 de julio de 1944 fue la última vez que vieron a Hitler en Berghof, seis días antes del atentado en su contra del que salió ligeramente herido.
“A partir de ese momento, creció el nerviosismo en Berghof, y los trabajadores debían comenzar a llevar los tesoros de Hitler al búnker para el que había que bajar 95 escalones”, indica. Entre las cosas que había que trasladar al búnker había un “enorme” número de libros, cuadros y espejos.
Cuando los aliados comenzaron a acercarse a la zona, se prohibió a las jóvenes abandonar la casa. Para ello les contaron todo tipo de historias horribles de lo que les iba a pasar: “Nos contaban que los negros venían a cortarnos el pelo y a violarnos”.
Pero desobedeció la orden y huyó. Con ayuda de una amiga llegó dos días antes del final de la guerra a casa de su madre y hoy en día vive en la ciudad de Salzburgo, en Austria.
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