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Los bienes de este mundo

Publicada por entregas en el semanario Gringoire entre abril y junio de 1941 bajo el epígrafe «Obra inédita de una mujer joven» para eludir la prohibición de trabajar que el gobierno de Vichy imponía a los judíos, esta novela se editaría en 1947, cinco años después del asesinato de su autora en Auschwitz. La profunda discordancia entre la indiferente placidez de la vida burguesa y el dramático devenir de los acontecimientos -que sería el leitmotiv de su siguiente y última obra, la excepcional Suite francesa-, es el hilo conductor del que Némirovsky se sirve para narrar las vicisitudes de una familia burguesa del norte de Francia sobre el trasfondo de un período especialmente convulso de la historia europea que culmina con el desmoronamiento del orden social que siguió a la ocupación alemana.
Hijo de los propietarios de una importante fábrica de papel desde hace generaciones, el joven Pierre Hardelot contraviene los deseos de sus padres renunciando a su compromiso de boda con Simone, la rica heredera que han escogido para él. Para mayor escarnio, Pierre se ha enamorado de Agnès, que no tiene dote y pertenece a una familia de la pequeña burguesía de reciente arraigo en el pueblo. Así, por medio de la rebelde actitud de Pierre y la decadencia de los Hardelot, Némirovsky ha escrito una persuasiva historia de amor, dulce y amarga por igual, en la que acompaña a los personajes con una mirada inclemente, aunque siempre teñida de afecto y comprensión.
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Estaban juntos; eran felices. Siempre vigilante, la familia se deslizaba entre ellos y los separaba con implacable suavidad , pero a los dos jóvenes les bastaba con saber que estaban cerca el uno del otro; lo demás se desvanecía. Era un anochecer de otoño, a orillas del Canal, a principios de siglo. Pierre, Agnès, sus respectivos padres y la prometida de Pierre se disponían a presenciar los últimos fuegos artificiales de la temporada. Apenas iluminados por las estrellas, los habitantes de Wimereux-Plage formaban grupos oscuros sobre la fina arena de las dunas. La humedad marina flotaba en el aire y una paz absoluta reinaba sobre ellos, el mar y el mundo.
     Ambas familias, pertenecientes a la pequeña y a la mediana burguesía, no se frecuentaban. Mantenían su sitio y las distancias con cortesía, firmeza y dignidad. Rodeadas por sendas murallas de palas y sillas plegables, respetaban escrupulosamente las parcelas ajenas y defendían la propia con educación aunque sin titubeos, como la espada de buen temple, que se dobla pero no se rompe. «No toques eso, que no es tuyo -murmuraban las madres-. Perdone, señora, pero ese sitio es de mi hijo y éste mío. Guarda tus juguetes o te los quitarán.»

     Durante todo el día había amenazado tormenta, aunque no acababa de estallar. Agnès pensó que sería estupendo mojarse los pies en el mar; pero la gente sólo se bañaba con el sol de mediodía, rodeada de una multitud, lo que en cierta forma preservaba el pudor de una muchacha. Oía suspirar a Pierre, que se quejaba del calor: llevaba una chaqueta oscura y cuello duro. Agnès lo reconocía por esa mancha blanca, que destacaba ligeramente en la oscuridad. Estaba tumbado en la pendiente de la duna y agitaba los brazos con impaciencia.

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