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Laura Fernández: "El cinismo es el peor veneno de la sociedad"

La chispa que hizo saltar la última novela de Laura Fernández, la exuberante y catedralicia La señora Potter no es exactamente Santa Claus (Literatura Random House), surgió en un viaje a Drobak, un diminuto pueblo de postal en la costa noruega que se anuncia bajo el reclamo de ser el destino de veraneo del mismísimo Santa Claus. ¿Quién querría pasar sus vacaciones en un sitio donde nunca brilla el sol? Eso es precisamente lo que ocurre en la siempre fría y desapacible Kimberly Clark Weymouth, una ciudad azotada por interminables heladas donde todo orbita alrededor de una misteriosa escritora, la desaparecida Louise Cassidy Feldman, cuyo único éxito literario fue una novela ambientada en Kimberly Clark Weymouth. La ciudad vive de rentas desde entonces: sólo la visitan lectores de aquel libro que acuden religiosamente a la tienda de souvenirs, dedicada exclusivamente a Feldman.

La sexta novela de Fernández, la autora de Connerland La chica zombie, vuelve a ser un festín de tramas disparatadas, centenares de personajes, humor absurdo, amable locura y fantasía non stop, sólo que esta vez el ritmo es distinto, más envolvente, y el tono más triste, pero de una tristeza acogedora, no amarga. "Es una novela sobre cómo te marca ser hijo", apunta la autora. "Para casi todos los personajes, sus padres son una especie de losa". 

"Hay una frase que leí en un cuento de Joy Williams que dice algo así como:echaría a andar, lo dejaría todo atrás, y no echaría nada de menos. Alguna vez me he sentido así", confiesa Fernández, que en la novela despliega un sinfín de historias sobre el abandono, la literatura como refugio, el fracaso y la huida para construirse a uno mismo. La realidad, en cualquier caso, es algo meramente instrumental. "Siempre me ha fascinado la idea del orden en la ficción, donde todo tiene que tener sentido. La realidad no es así, es mucho más caótica e inconexa, pasan cosas todo el rato sin ningún tipo de sentido", explica Fernández, una voz radicalmente única en la literatura española que escribe novelas de 600 páginas donde los ceños tienen vida propia, las pajaritas escriben poesía y los bolígrafos se abrigan para no congelarse en plena ventisca. "Claro que me he preguntado muchas veces qué sentido tiene lo que escribo ahora que todo el mundo hace autoficción. Pero esto es lo que hago, no me sale de otra manera". 

Hay muchos temas en La señora Potter no es exactamente Santa Clausel fin de la pareja, el asumir que uno no puede cambiar o la idea de no atreverse a hacer algo para que ese algo siga siendo una posibilidad. Pero si algo atraviesa toda la novela es el impulso de la creación como una fuerza liberadora y oscura al mismo tiempo que arrasa y lo absorbe todo como si fuera un vampiro. "Cuando creas no estás del todo ahí. Siempre habrá una parte de ti que será como la parte oculta de la luna, que tus hijos no verán nunca. En cierto modo, es como si les negases una parte de ti. Si escribes, a la literatura se lo das todo porque sin ti no existiría. Al final tu creación eres tú misma y, bueno, hay un poso de culpabilidad en todo ello", explica Fernández. "Es como cuando te preguntan si puedes tener las dos cosas: claro que puedes, pero una saldrá siempre perdiendo", añade. 

Todos los personajes de la novela tienen algo de tiernos perdedores: no se les da nada bien la interacción social (lo pasan fatal en las citas), son unos patosos tanto en lo práctico como en lo emocional, fracasan todo el rato en el intento de ser sofisticados y sufren, en definitiva, como niños encerrados en un cuerpo de adulto. "Es mi crítica al cinismo, un veneno que amarga no solo al que lo sufre, sino también al que lo inflige. Me parece lo peor de la sociedad. Como persona ilusa e inocente que soy, lo odio", asegura Fernández, que considera clave "no olvidar qué niño fuiste y llevarlo contigo encima todo el rato, a todos los sitios" para mantenerse a salvo de él. 

Todo lo que existe en las novelas de Laura Fernández es inventado. Las marcas de los coches y los frigoríficos, las razas de los perros, los tipos de cerveza. Un mundo autorreferencial que se basta a sí mismo y que, en el fondo, apunta una manera de concebir la literatura. "De pequeña, cuando leía y no entendía algunas referencias que aparecían en los libros, me molestaba. Por entonces no había internet, no podías buscar. Para mi la lectura es algo lúdico y tienes que entrar en ella como quien entra en un gabinete de curiosidades. Todos mis lectores están al mismo nivel, desde alguien que ha leído a Joy Williams o a Joan Didion hasta alguien que no ha leído nada. Explico lo que son las cosas. Me dan igual las marcas", afirma Fernández. 

Decidir que la acción transcurriría en Kimberly Clark Weymouth, un pueblo inventado que, como no podría ser de otra manera, tiene vida propia y se enfada hasta romperse (el único momento en el que los rayos de sol logran atravesar el cielo siempre gris) también es una maniobra bien meditada que tiene algo que ver con los orígenes de la autora, nacida en Terrassa. "Yo vivía allí, en la nada, en esos barrios que no existen en ningún sitio. Creo que por eso me gusta tanto el cine de los 80. ¿Dónde pasa Los Gremlins? En ningún sitio, en un barrio de cartón piedra, que es algo que en el fondo nos iguala a todos. En mi caso, como no tenía un origen claro ni arraigo a lo catalán, desde que empecé a escribir me instalé allí. Y no quiero salir. Mi cultura y mis referentes son sitios que no existen, como la Isla Nublar de Jurassic Park o los libros de Stephen King. Vivir en un decorado hace que lo que importe sea lo que pasa, las personas y los sentimientos, no la cultura. Supongo que es una reacción al haberme sentido siempre expulsada de lo cultural por ser hija de inmigrantes". 

Un último apunte: el papel de la prensa en la novela, vista casi como un juguete roto que exagera y manipula la realidad, en manos de editoras villanas y reporteros que sufren lo que uno de los personajes describe como "la soledad del redactor de fondo". "Todos los que llevamos un tiempo trabajando como periodistas sabemos lo que es perder una redacción. También me apetecía que se viese que el periodismo toma el pulso de lo que pasa, pero contar siempre es distorsionar. En la novela, el periódico del pueblo funciona como un castrador porque al final los habitantes no tienen intimidad, todo el mundo sabe todo el rato lo que los demás están haciendo. Me asusta el pensamiento único, las marabuntas, la idea de que todos tenemos que pensar todo el rato lo mismo que los demás", reflexiona Fernández refiriéndose, lo han adivinado, a las redes sociales. "Al final, escribir es psicoanálisis. Puro y duro", concluye.

Fuente:elmundo.es

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