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El escritor en su paraíso

La seducción es un arte, qué duda cabe. Lo sabemos los que acostumbramos a tener siempre un libro entre las manos, los que amamos las bibliotecas y nos dejamos llevar hasta los universos que otros nos descubren. La seducción no se limita al entorno de las artes amatorias: una obra literaria puede seducir con la misma intensidad. En el caso de Casanova, uno de los protagonistas de este apasionante libro de Ángel Esteban, el hombre-conquistador y el escritor-conquistador son la misma persona: más de cien mujeres seducidas, más de cuarenta obras literarias escritas... y un empleo como bibliotecario en Bohemia.
En un pasaje de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust relata la visita del protagonista a una velada musical. Como llega tarde, la sirvienta lo hace pasar a la biblioteca. Proust no se define a través de su álter ego en la novela como un bibliófilo, sino como alguien que experimenta una emoción interior al recordar la primera vez que cayeron en sus manos las obras maestras de la literatura universal. Las bibliotecas fueron para él un refugio donde dar rienda suelta a su imaginación. Y el caso es que, por azares del destino, su única ocupación laboral fue la de bibliotecario.
Stephen King cuenta cómo era el tiempo en que comenzó a trabajar en una biblioteca: «Yo llevaba unas patillas de concurso, casi hasta la barbilla. Credence Clearwater Revival cantaba Green River (chicas descalzas bailando a la luz de la luna), y Kenny Rogers seguía con The First Edition. Habían muerto Martin Luther King y Robert Kennedy, pero Janis Joplin, Jim Morrison, Jimi Hendrix, John Lennon y Elvis Presley seguían vivos. El hombre había llegado a la luna, y yo a la lista de alumnos problemáticos. Sucedían verdaderos milagros, cosas prodigiosas.» Pero lo mejor de ese año, de ese contacto continuo con la biblioteca, no fue la cercanía con los libros, sino que allí conoció a una chica que trabajaba también en la misma sala. Una chica delgada y de risa escandalosa, con el pelo teñido de rojo y una minifalda amarilla...
DE LA HABANA A PRINCETON
REINALDO ARENAS
(CUBA, 1943-1990)
Ese guajiro de Holguín llegaba a La Habana para unirse a los revolucionarios y derrocar a Batista y su dictadura represiva, pero encontró dos circunstancia que cambiaron su vida en muy poco tiempo, de un modo súbito: los libros y otra dictadura. La primera lo llenó por completo, pero la segunda se interpuso constantemente entre él y su afición por la literatura y la libertad. Criado entre mujeres analfabetas en un pueblo sin cultura y sin recursos, nadie sabe cómo Reinaldo Arenas emergió de la nada y se convirtió en un gran escritor. Probablemente, gran parte de la culpa la tengan las bibliotecas.
     Hurgo en la sección de los «libros raros» de Princeton, y me enseñan, con mucho cuidado, un libro que el autor cubano dedicó a Peter Johnson en 1986. Pregunto por el dueño de la dedicatoria y me dicen que es un bibliotecario de la universidad, retirado, que se encargaba, entre otras cosas, de conseguir manuscritos de escritores del ámbito hispánico, ofreciendo a los autores fuertes sumas de dinero. Por eso Princeton, además de haber sido considerada como la mejor universidad norteamericana de 2005, es también archiconocida por la sala especial donde se guardan como reliquias las cartas, ensayos, papeles personales, novelas enteras escritas a mano, de cientos de escritores famosos del siglo xx.

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