Francis Scott Fitzgerald intentó durante toda su vida desentrañar los misterios de la literatura. "Un autor debe escribir para los jóvenes de su generación, los críticos de la siguiente y para todos los profesores del futuro", decía. André le Vot en su biografía s habla de su "necesidad de compartir lo que aprendía" y Anthony Powell recalcaba que: "le gustaba enseñar. Tenía las cualidades de un maestro de escuela"
Sobre la escritura F. Scott Fitzgerald recoge ese entusiasmo y esa claridad. La impecable selección de Larry W. Phillips reúne un conjunto de citas y fragmentos de textos del autor de El Gran Gatsby sobre lo que supone ser escritor y escribir literatura. Un libro para los lectores que quieran profundizar en el pensamiento literario y consejos de uno de los novelistas más grandes y con más talento del siglo XX. Una inestimable aportación a su bibliografía.
Prólogo
«La historia de mi vida es la historia de la pugna entre mi ferviente deseo de escribir y una serie de circunstancias que conspiraron para impedírmelo», confesaba el joven Scott Fitzgerald a los lectores de la revista The Saturday Evening Post, en medio del fulgurante éxito obtenido con su primer libro, A este lado del paraíso (1920). De lo que estaba hablando, medio en broma medio en serio, era de cómo se había esforzado, en sus años escolares y universitarios, por ser reconocido como escritor de relatos, obras de teatro, poemas y operetas que en su mayor parte acabaría incorporando, de un modo u otro, a aquella novela impúdicamente autobiográfica. Sin embargo, leídas ahora, las palabras de Fitzgerald nos fascinan, pues parecen anunciar los veinte intensos años que le aguardaban: un período en el que los triunfos literarios, la publicación de obras per durables, se alternarían con las distracciones, los comienzos en falso y las decepciones.
Se han escrito infinidad de libros y hasta obras de teatro sobre las azarosas vidas de Scott y Zelda Fitzgerald y el papel que ambos desempeñaron en la llamada Jazz Age; pero, entre los resplandores y los fuegos artificiales de las fiestas, distinguimos una realidad prosaica que brilla ininterrumpidamente, como la luz verde al final del embarcadero de Daisy: Fitzgerald fue siempre y ante todo un escritor. Al principio de su vida quiso ser poeta y dramaturgo, y estas dos aspiraciones estuvieron presentes en su obra hasta el final como corrientes subterráneas. Pero sobre todo, fue en las novelas y en los relatos donde desplegó su imaginación poética y su visión trágica de la vida, así como su minuciosa técnica. En El gran Gatsby, Fitzgerald se propuso desde el principio escribir «un gran libro, artísticamente ambicioso»; crear algo «bello y simple, y a la vez planeado con rigor». No cabe duda de que lo logró: el libro habla por sí solo. Es revelador, por lo demás, que no tuviera reparo en hablar a su editor, Maxwell Perkins, de los diversos aspectos y etapas del proceso creativo durante el largo período de gestación de la novela. Su extensa correspondencia con Perkins es un documento único que arroja luz sobre el origen y el modo en que se fue forjando un clásico de la literatura del siglo XX.
Al contrario que Hemingway, quien solía resistirse -casi supersticiosamente- a aclarar los misterios de la escritura, Fitzgerald disfrutaba explicando y defendiendo sus planteamientos literarios. La suya era una técnica rigurosa y perfectamente concebida. Los fragmentos ahora reunidos por Larry Phillips demuestran cómo, a la hora de comunicar sus ideas, el autor de El gran Gatsby se mostraba generoso y nada reservado. Tenía, en suma, madera de profesor.
Hacia el final de su vida Fitzgerald se entregó al papel de mentor de su «amada descreída», Sheilah Graham. Los detallados programas de historia y literatura que elaboró para ella revelan su profundo aprecio por la tradición de la que aspiraba a formar parte. Sin embargo no tenía, como Hemingway, la sensación de competir ni con los gigantes del pasado ni con los autores de su tiempo. Nunca dejó de participar activamente en el mundo literario ni de transmitir sus puntos de vista a colegas, editores, amigos y, en especial, a su hija Scottie a quien escribía regularmente ofreciéndole sus reflexiones sobre la literatura y la vida.
Al comienzo de su carrera resumió así su «teoría de la escritura»: «Uno ha de escribir para los jóvenes de su generación, los críticos de la siguiente y los maestros de escuela de todas las generaciones posteriores». Sus obras se enseñan hoy en casi todos los colegios y las universidades de Estados Unidos. No cabe duda de que -de manera póstuma- su propósito se ha cumplido con creces.
Por lo demás, imagino que habría celebrado igualmente esta oportunidad de impartir su particular curso -por así llamarlo- de creación literaria.
CHARLES SCRIBNER III
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