La flor azul es la última novela de Penelope Fitzgerald. Una obra exquisita, ganadora del National Book Critics Circle Award, en la que la pasión del romanticismo se fusiona con la templanza de una escritura magistral.
Cuando Friedrich von Hardenberg, quien más tarde tomaría el nombre de Novalis, le habla de la flor azul a su querida Sophie, una niña de doce años de la que se enamora en un primer encuentro, lo hace en el tono misterioso, secreto, de quien no ha descifrado todavía el significado del que será el símbolo del romanticismo alemán. Fritz es un joven brillante, un genio. Ha estudiado dialéctica y matemáticas, es amigo del crítico Schlegel, del filósofo Fichte y del gran Goethe, y ahora ha de aceptar un trabajo que no desea como inspector de minas de sal. Escribe poesía, ha empezado una novela y, sobre todo, desea ser feliz junto a su «sabiduría», la joven Sophie, que ha nacido para estar alegre y reír sin cesar. Ninguno de los dos sabe aún que su búsqueda de la belleza y del infinito tendrá que enfrentarse a duras pruebas.
1
El día de la colada
Jacob Dietmahler no era tan despistado como para no darse cuenta de que habían llegado a la casa de su amigo el día de la colada. No deberían haber llegado a ninguna parte, por lo menos no a esa enorme casa, la tercera más grande de Weissenfels, en un momento como aquel. La madre de Dietmahler supervisaba la colada tres veces al año, lo que significa que en la casa solo había ropa blanca para cuatro meses. Él tenía ochenta y nueve camisas, ni una más. Pero en la casa de los Hardenberg, en Kloster Gasse, la lluvia de sábanas, fundas de almohadas y cabezales, chalecos, corpiños y leotardos que caía al patio desde las ventanas superiores, siendo recogida en unos cestos enormes por circunspectos criados y criadas, mostraba a las claras que aquí solo se lavaba una vez al año. Esto tal vez no fuera un signo de riqueza, de hecho, él sabía que en este caso no lo era, pero constituía una señal de prestigio. Y también de que se trataba de una familia numerosa. La ropa interior de los niños y de los jóvenes, así como las prendas de los mayores, aleteaba en el aire azul, como si los propios niños hubieran alzado el vuelo.
-Fritz, me temo que has elegido un mal momento para traerme aquí. Tendrías que habérmelo dicho. Aquí me tienes, un desconocido para tu honorable familia, hundido hasta las rodillas en vuestros calzones.
-¿Cómo quieres que sepa cuándo van a lavar? -dijo Fritz-. De todos modos, tú eres bienvenido en cualquier momento.
-El barón está pisoteando la ropa -dijo el ama de llaves, asomándose a una de las ventanas del primer piso.
-Fritz, ¿cuántos sois en tu familia? -preguntó Dietmahler-. ¿Tantas cosas? -De repente exclamó-: ¡El concepto de cosa no existe en sí mismo!
Fritz, atravesando el patio delante de su amigo, se detuvo, miró a su alrededor y gritó con voz autoritaria:
-¡Señores! ¡Miren ese cesto de la ropa! ¡Piensen en el cesto de la ropa! ¿Han pensado en él? ¡Ahora, señores, piensen en cómo han pensado en el cesto de la ropa!
Los perros comenzaron a ladrar dentro de la casa. Fritz llamó a uno de los criados que sujetaban los cestos:
-¿Están en casa mi padre y mi madre?
La pregunta era innecesaria, pues su madre siempre estaba en casa. En ese momento salieron al patio un joven bajito, de apariencia inmadura, y una niña rubia.
-Bueno, por lo menos están aquí mi hermano Erasmus y mi hermana Sidonie. Mientras estén ellos, no necesitamos nada más.
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