Después de la buena acogida de Un paraíso inalcanzable (1985; LdA, 2013), del novelista y dramaturgo John Mortimer, Libros del Asteroide publica El regreso de Titmuss (1990), novela que, con alguno de los personajes de Un paraíso inalcanzable,
prosigue con el retrato de la sociedad inglesa del siglo xx iniciado en
la anterior, pero esta vez centrándose en los años transcurridos con
Margaret Thatcher en el poder.
El
apacible pueblo inglés de Rapstone Fanner está amenazado por un salvaje
plan urbanístico que pone en peligro su encanto y también el del idílico
valle que lo rodea. El honorable Leslie Titmuss, diputado local y
ministro de Territorio, Urbanismo y Fomento en el gobierno conservador
de Margaret Thatcher, que además está muy ocupado intentando cortejar a
la bella viuda Jenny Sidonia, no sabe cómo resolver el dilema que se le
plantea: ¿Debería ser coherente con sus ideas y apoyar el proyecto? ¿No
sería mejor, en cambio, proteger el pueblo (y de paso su recién
estrenada casa de campo)?
El regreso de Titmuss es
una formidable sátira sobre las maquinaciones políticas y los cambios
que el desarrollo económico produjo en la sociedad inglesa a finales del
siglo xx. John Mortimer (1923-2009), figura clave de las letras
inglesas de la segunda mitad del siglo xx, demostró un profundo
conocimiento de las relaciones humanas que dio lugar a personajes
inolvidables como Leslie Titmuss (que aparece en tres de sus novelas) o
el abogado Horace Rumpole. Además de exitoso novelista, dramaturgo y
guionista de televisión, Mortimer también fue un célebre abogado
defensor de la libertad de expresión en los años setenta en las
numerosas causas abiertas contra libros, revistas y discos acusados de
pornografía, defendiendo, por ejemplo, a Virgin Records en el juicio por
la edición del álbum de los Sex Pistols Never Mind the Bollocks, Here's the Sex Pistols.
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A
poco más de un kilómetro al norte del pueblo de Rapstone había una zona
de bosques y verdes colinas calcáreas. Entre los árboles se contaban
hayas, abedules, arces y tejos. Gracias a haberse librado durante siglos
de los estragos de granjeros y constructores, en los prados abundaban
la flora y los insectos. El eléboro violeta y la orquídea nido de pájaro
crecían bien allí y proliferaban las gencianas y el tomillo. Se veían
mariposas perico y niña corindón, así como arañas de trampilla, gamos,
muntíacos comunes, tejones, zorros, víboras y luciones. Al pie de la
colina discurría un arroyo supuestamente frecuentado por dos martines
pescadores, aunque nunca se habían encontrado sus nidos.
Una
tarde de abril un Volvo se detuvo en la carretera, junto al arroyo.
Desde lo alto del prado cualquier observador habría visto, como de hecho
vio, a dos jóvenes que subían la colina tomados de la mano. Formaban
una pareja atractiva. El hombre tenía rasgos regulares y masculinos,
cabello claro que le cubría la parte superior de las orejas y llevaba
bigote. En circunstancias graves su cara podía adoptar una expresión de
hosca brutalidad, pero ahora se le veía contento. La joven que lo
acompañaba mostraba una belleza recia y dientes blancos algo
prominentes.
Había nubes suspendidas en lo alto
del cielo. El día soleado auguraba un cálido verano, promesa que jamás
se cumplía. El observador vio que los jóvenes se detenían a media colina
y se miraban a la cara. Habían elegido un claro de hierba suave y
mullida en un terreno muy socavado por los conejos. No se besaron ni se
tocaron, pero la chica rio y una bandada de gordas palomas alzaron el
vuelo, alarmadas. Entonces la pareja se dispuso a hacer el amor.
Emprendieron
la tarea de forma metódica, con una eficacia derivada de la
experiencia. Aunque sus movimientos eran pausados, se les veía
apresurados, como soldados que compiten en una exhibición militar para
montar un arma contrarreloj. Desabrocharon botones y hebillas, se
libraron de los zapatos y cayeron al suelo con un único movimiento, como
si los amenazara el fuego enemigo. Solo entonces se abrazaron, pero en
cuanto sus bocas se unieron, algo les interrumpió.
-¿Es que no sabéis leer? Hay carteles por todo el camino. ¡Este sitio está reservado para la naturaleza!
El
hombre que se cernía sobre ellos era bajo, robusto y temblaba de furia.
La barba le cubría la parte inferior de la cara con tal profusión que
sus ojos parecían hallarse en un estado de pánico permanente ante la
amenaza de verse desbordados. El jersey verde con coderas, la gorra, la
mochila y el bastón le daban un aire de soldado que bate el campo en
busca de terroristas. Se llamaba Hector Bolitho Jones.
-Yo -anunció- soy el guarda forestal del Área Natural de Rapstone.
-Dile
quién eres -murmuró la joven, evitando mirar al enfurecido guarda
mientras se levantaba y se alisaba la falda-. Dile quién eres.
Pero su compañero siguió inmóvil en el suelo, con la vista alzada y cara de pocos amigos.
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