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La impotencia de la razón


La impotencia de la razón: el hombre ante un reto


Blaise Pascal (1623-1662) matemático, físico y filosofo religioso francés. Quien hiciera grandes aportes a las ciencias naturales y aplicadas, propiciando grandes avance de invención y construcción de las calculadoras mecánicas y estudios precursores de la teoría matemática de la probabilidad e investigaciones sobre los fluidos, enunciaba el tema de la impotencia de la razón ante la textura eminentemente paradójica de la existencia, tema que será retomado por filósofos como Kierkegaard o Nietzsche.

Impotente para resolver las paradojas existenciales (¿Por qué he nacido en vez de permanecer en la nada? ¿Por qué he nacido en esta época y no en otra anterior o posterior?, la razón fabrica valores que toma por verdades, ilusionándose sobre los poderes del espíritu al que sobreestima: “no hay entre vosotros verdad ni justicia” comenta Mounier, “la costumbre y la fuerza reinan y, después, se disfrazan de justificaciones”. En efecto como dice Pascal “solo somos mentira, duplicidad, contrariedad, y nos escondemos y nos disfrazamos a nosotros mismo” como se percibía Harry Haller, personaje de la novela El lobo estepario del escritor alemán Herman Hesse: “Uno encuentra en si mismo un hombre, esto es, un mundo de ideas, sentimientos, de cultura, de naturaleza dominada y sublimada, y a la vez encuentra allí al lado, también dentro de si, un lobo, es decir, un mundo sombrío de instinto, de fiereza, de crueldad, de naturaleza ruda, no sublimada”.


Denunciando la tendencia que tienen los hombres a idolatrar la verdad como si fuera una entidad independiente de nuestro espíritu, Pascal subraya no la nulidad de la razón, sino su incapacidad para crear verdades para hacer surgir axiomas imbatibles , cuando lo único que hace es adherirse a ellas. Se trata de asentir y de acreditar que lo que no entendemos no es, por eso mismo, absurdo, irracional e ilógico, dado que hemos desertado a toda pretensión de alcanzar la verdad. En este sentido como más tarde clamaran los existencialistas, la verdad no anida jamás en un concepto, en una intuición, sino en la vida misma. “Nos sentimos impotentes, infructuosos e incompetentes, para probar, una impotencia invencible ante cualquier dogmatismo. Asumimos una idea de la verdad, invencible ante todo escepticismo”. De esta forma, la convicción de que existe la verdad, objeto y substancia de nuestra búsqueda y que se dispersa tanto a la certeza como a la duda, nos impulsa a rechazar la existencia de lo absurdo. El hombre se percibe a si mismo dividido entre la idea de que lo incompresible no es absurdo y la idea de que nada es absolutamente verdadero, debe, pues, perpetrar una elección, es decir, posesionarse y asumir un reto.


Este hombre pascaliano se muestra y modela como un ser de riesgo. Jamás seguro de nada, a no ser que es una criatura de Dios, el hombre debe vivir con una dualidad que se le ha vuelto inherente. Ni el dogmatismo, que enuncia dogmas o verdades eternas, ni el escepticismo, que duda de todo, consigue agenciar una sola verdad. Por eso, el hombre es un ser que elige, condenado a vivir su vida como un reto: creer o no creer en Dios. La fe en Dios no cura al creyente de la desproporción inherente a la existencia terrestre, en la que, obligado a elegir a causa de la brevedad de su vida, el hombre no puede librarse de la muerte que le espera al final del camino. Esta correlación entre la desesperación y la fe, que se apoyan mutuamente, a la falta de la certeza de la verdad, será la piedra angular del existencialismo cristiano: lo trágico de la existencia reside en esta paradoja irreducible, según la cual, la fe, lejos de curar la desesperación, la conforta. “de lo contrario, matiza Mounier, “solo sacaríamos de nuestra miseria una satisfacción seca y sin dolor, que no nos haría lanzar tantos gritos”.


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