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Dulce y desconocido señor Boletus

Lejos de los tópicos sobre su leyenda, Salinger vivió una apacible vida anónima

La muerte se llevó a J. D. Salinger hace apenas 10 días, pero curiosamente fue la dama de la guadaña la que nos devolvió a un escritor cuya vida fue un absoluto misterio durante medio siglo. Los detalles que han ido apareciendo en la prensa estadounidense a través de amigos como la escritora Lillian Ross o sus fieles vecinos del pueblo de Cornish, donde vivió recluido desde los años cincuenta, van desvelando poco a poco al ser humano que se escondía tras aquel rostro enfadado de la fotografía con la que siempre se ilustraban las no-historias sobre Salinger.

Durante las últimas cinco décadas, prácticamente todo lo que se escribió sobre el autor de El guardián entre el centeno fueron puras especulaciones. Sus verdaderos amigos nunca hablaron o escribieron sobre él porque respetaron su voluntad de aspirar a la invisibilidad mediática. Pero quienes se atrevieron a serle desleales pagaron las consecuencias, como aquel tenaz editor de Virginia que en los años noventa consiguió que Salinger accediera a publicar como libro su relato Hapworth 16, 1929 y perdió su oportunidad en su afán por conseguir sus 15 minutos de fama (le contó a un periódico local que estaba en negociaciones con Salinger y éste fulminó el acuerdo).

Una razón más para que el autor le diera la espalda al mundo exterior y se dedicara sólo a su familia y amigos, que lo recuerdan escribiendo en la intimidad de su casa, sin preocuparse realmente de que su obra se publicara, como relataba esta semana en la revista The New Yorker la escritora Lillian Ross. "A lo largo de los años Salinger me habló de sus 'largas y extenuantes horas de trabajo escribiendo' y de sus intentos de mantenerse al margen de lo que se escribía sobre él. Le daban igual las críticas pero le molestaban sus efectos secundarios. Solía decir: 'Ya no hay escritores de verdad, sólo charlatanes y patanes que venden libros".

Ross traza un retrato sorprendente de un hombre sobre el que se han escrito demasiadas obviedades desde la distancia y apenas realidades como aquellas sobre las que puede hablar esta escritora después de 50 años de amistad. Su alejamiento voluntario del mundanal ruido no fue, a los ojos de Ross, una simple manía de genio loco, sino algo lógico teniendo en cuenta lo que pensaba de la fama, de los escritores y de su propio trabajo, definido como su única vía "para escapar de los horrores de una vida convencional". Según Ross, Salinger amaba a los niños y una vez le dijo a Ross: "Si tu hijo te quiere, ese mismo amor te romperá el corazón una vez al día". Comenzó a escribir y a inventarse personajes porque "casi nada al margen de la máquina de escribir llegaba a tocar mi corazón".

Frente a quienes dijeron que Salinger odiaba el cine porque eso afirma en El guardián entre el centeno, Holden Caulfield, el adolescente que le hizo literariamente inmortal, Ross desvela lo contrario: "Salinger amaba las películas y era divertidísimo comentarlas con él. Le encantaba observar a los actores trabajar y conocerlos. Adoraba a Anne Bancroft y odiaba a Audrey Hepburn y decía haber visto La gran ilusión [de Jean Renoir] diez veces". Llegó incluso a plantearse el venderle a Brigitte Bardot los derechos de su relato Un día perfecto para el pez plátano. "Es una 'niña perdida' guapa y con talento, y me siento tentado a facilitarle las cosas, 'pour le sport".

Su amor por el cine también queda patente a través de las memorias de otro escritor, John Seabrock, quien en la revista The New Yorker recuerda la primera vez que visitó la casa de Cornish, donde también vivía Matt Salinger -que siempre ha preservado la privacidad de su padre, al contrario que su hermana Margaret, autora de unas durísimas memorias tituladas Dream Catcher-. Fue a través de Matt como Seabrock conoció al escritor, quien atesoraba una pequeña colección de películas en 16 milímetros y con el que se sentó a ver El sargento York, de Howard Hawks. "La película tenía subtítulos, quizás porque se estaba quedando sordo. Al terminar, parecía estar a punto de llorar". Seabrock afirma que tras conocerlo un poco descubrió que era "un hombre dulce y muy amable" que tenía "un conocimiento enciclopédico sobre setas y a menudo viajaba bajo el seudónimo de míster Boletus, que era su variedad preferida". Con él jugó muchas veces al golf en Vermont, "aunque nunca nos permitía contabilizar la puntuación, jugaba con palos de bambú y blasfemaba como un marinero cada vez que fallaba".

Nunca permitió que nadie llevara su única novela o sus relatos al cine. Sin embargo, desde 2008 existe una película en Internet titulada El guardián entre el centeno de la que es muy posible que Salinger conociera su existencia, puesto que su tenacidad por preservar su obra era minuciosa. Claro que, teniendo en cuenta su sentido del humor, quizás hasta le pareciera divertido que un cineasta experimental lituano llamado Nigel Tomm colgara en la Red una película con el título de su novela en la que lo único que se muestra, durante 75 minutos, es una imagen de color azul.

En Cornish, donde vivió durante décadas, Peter Burling, senador de New Hampshire y vecino, aseguraba esta semana a la agencia AP: "Nos hemos pasado la vida escuchando basura sobre lo raro que era. Pero en realidad estaba completamente integrado en la vida de la ciudad". Iba a la biblioteca, cenaba en los restaurantes locales, contemplaba el paisaje y hablaba con los niños. En realidad los realmente raros eran los que acudían a Cornish y acampaban frente a su casa para intentar verle... Ahora, como ellos, el mundo entero está a la espera, pero esta vez parece que tiene sentido esperar: si escribir era realmente lo que le permitía escapar "de los horrores de una vida convencional", su casa podría ser una biblioteca desconocida llena de nuevos libros de J. D. Salinger. Pronto sus agentes desvelarán el misterio.

BARBARA CELIS

El País

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