En «Tierna furia o El maquinista del oído», una breve obra de teatro que sigue representándose en Austria, Jonke, con su habitual humor y habilidad para imprimir un ritmo extremadamente ágil a sus narraciones, nos ofrece una visión más humanizada de Beethoven, y nos lo muestra como un hombre siempre pendiente de cualquier novedad técnica que pudiera ayudar a aliviar su sordera.
«La cabeza de Georg Friedrich Händel» concentra en una misma fecha, el 13 de abril de distintos años, tres momentos cruciales de la vida del músico: el derrame cerebral que sufrió en 1737, la creación de su Mesías en 1741 y su muerte, en 1759. Con su gran erudición y su fina ironía, Jonke describe los últimos instantes de la vida del compositor.
En el melodrama musical «Un asunto extraño», Jonke recorre el amplio repertorio de trabajos que desempeñó el libretista Da Ponte y pone en escena su agitada vida.
«La muerte de Anton Webern» recrea un diálogo imaginario entre el compositor austríaco y el soldado estadounidense que le disparó tres balas. Dirigiéndose alternativamente al soldado y a su víctima, Jonke se interroga sobre esta muerte absurda y, sin embargo, llena de sentido.
Gert Jonke sigue la tradición musical de la literatura en lengua alemana que va desde románticos como Novalis y Friedrich Hölderlin hasta Thomas Bernhard e Ingeborg Bachmann.
«Gert Jonke es un compositor de textos en los que se refleja su compromiso con un estilo literario en que el sonido y el ritmo de las palabras tienen, como mínimo en términos formales, el mismo significante que su significado.» Guy Damman, The Guardian
La cabeza de
Georg Friedrich Händel
Georg Friedrich Händel
En algunas regiones del mundo existe, en la primera noche de primavera, la costumbre de quemar el invierno en enormes piras situadas en las montañas y colinas más altas del país. Consideran que los últimos copos de nieve se marcharán entonces a más tardar, revoloteando con la lluvia de ceniza que echan los bosques, los cuales en muchos casos se incendian.
En el año 1748, la paz de Aquisgrán se celebró quemando la guerra. Los tiempos mejores que estaban por venir habían de iniciarse con unos magníficos fuegos artificiales. A los pirotécnicos se les levantó un edificio de lo más sólido posible para que pudieran lanzar con tanta más audacia sus pinturas ardientes al cielo nocturno. Y a Händel se le dio la orquesta más grande que por aquellas fechas había existido jamás, decían, para que el fuego de su música acompañara dignamente la llameante y abigarrada imagen en el firmamento.
Doce mil personas acudieron en gran parte a pie para presenciar el espectáculo. Por desgracia, el edificio que se construyó no debió de ser lo suficientemente sólido, pues cuando en medio del clímax de la celebración todo explotó, se incendió y estalló un pánico de catastróficas consecuencias, Händel fue a buen seguro uno de los pocos a los que les llamó la atención que los últimos muertos de esa guerra quemada fuesen también los primeros de la paz nueva, que comenzó chamuscada ya de entrada.
Al día siguiente repitió el concierto sin acompañamiento de fuego, y los beneficios se destinaron a un hospital para expósitos.
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