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Muere Umbral, la voz de la ironía

El columnista, que publicó más de ochenta libros, falleció ayer a los 72 años

Francisco Umbral murió en una clínica de Madrid durante la madrugada de ayer a los 72 años de un fallo cardiorrespiratorio. Considerado uno de los grandes columnistas de las últimas décadas, supo llevar a la prosa periodística una fuerte carga lírica, una audaz irreverencia y llenó sus textos de humor, sarcasmo e ironía. Desde 1961, cuando llegó a Madrid y se zambulló en el Café Gijón, su fama empezó a crecer y se consolidó escribiendo en los periódicos más importantes. Publicó más de ochenta libros y obtuvo premios como el Príncipe de Asturias (1996) y el Cervantes (2000). Hoy será incinerado a las 10.30 en La Almudena, y descansará definitivamente en el nicho en el que reposa su hijo, que falleció a los seis años.

Murió Umbral. Y ya circula la leyenda de que lo hizo mientras dictaba su última columna. Lo dijo Esperanza Aguirre que se lo transmitió el doctor Abarca y que a éste se lo había comentado María España, la mujer del escritor. Le dijo que estaba recogiendo las frases que le dictaba, pero que ya no se le entendía. La anécdota subraya que de todo lo que escribió Francisco Umbral lo más importante fueron sus colaboraciones diarias en la prensa. Era un hombre de su tiempo, que se zambulló en sus contradicciones para dar cuenta de ellas todos los días, así que murió con las botas puestas.

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"¿De qué he posado...? De quinqui, de dandi, de revolucionario, de todo", escribió

A las 2.30 de ayer, a Umbral se le paró el corazón en la clínica Montepríncipe de Boadilla del Monte, en las afueras de Madrid. El fallo cardiorrespiratorio se llevaba así a uno de los escritores que más hizo por incorporar la energía de la lengua española, sus variedades y recursos, su riqueza de términos y sus posibilidades expresivas, sus metáforas y su fuerte carga poética, a la escritura de todos los días, a la prosa periodística. Umbral llenó sus columnas de humor, ironía y sarcasmo y las cargó con la pólvora de la actualidad. Sus víctimas fueron muchas y de condición muy variada. Muchos fueron también los que fueron bendecidos con sus elogios.

Por el tanatorio de la clínica en la que murió, informa Silvia Blanco, pasaron ayer políticos (Ruiz-Gallardón, Esperanza Aguirre, Rajoy, César Antonio Molina), periodistas, personajes de la vida social (Jaime de Marichalar, Ramoncín, Massiel) y algún escritor (Luis Alberto de Cuenca). Uno de sus seguidores más fieles tachó de "miserable" a la Academia por no haberlo integrado en la institución.

Fue registrado como Francisco Pérez Martínez cuando nació en Madrid el 11 de mayo de 1935. Se trasladó pronto con su familia a Laguna de Duero, en Valladolid, donde pasó sus primeros cinco años. A los 10 empezó su formación escolar y a los 11 lo echaron del colegio. Comenzó a trabajar como botones tres años después. Así que llegó a la literatura de manera autodidacta y fueron sus lecturas las que verdaderamente lo formaron ("En el libro no hay nada. Todo lo pongo yo. Leer es crear. Lo activo, lo creativo, es leer, no escribir", escribió). Su obra da cuenta de ello: no sólo en la irrupción permanente en sus artículos de los clásicos (Quevedo, sobre todo), los ilustrados, la generación del 98 y las vanguardias, sino también en los libros que dedicó a Larra, Lorca, Valle y Ramón y en su polémicos Diccionario de literatura y Las palabras de la tribu, donde mostró sus filias y fobias de manera arbitraria y caprichosa.

Empezó a publicar en Cisne, una revista del Sindicato Estudiantil Universitario (SEU) y su primer gran paso fue en 1958 cuando de la mano de Miguel Delibes empezó a colaborar en El Norte de Castilla. De ahí fue a León y en 1961 desembarcó en Madrid, como quien dice directamente al Café Gijón, y fue esta ciudad la que le dio la fama y la que se convirtió en una de sus materias literarias más queridas. Colaboró con los diarios Ya, ABC, La Vanguardia, EL PAÍS (entre 1976 y 1988), Diario 16 y, desde 1989, El Mundo, además de estar presente en numerosas revistas. Umbral se casó en 1959 con la fotógrafa María España y tuvo un hijo, Pincho, que falleció de leucemia a los seis años.

En Mortal y rosa (1975), para muchos su mejor novela, Umbral volcó su dolor por esa pérdida que lo marcó de manera definitiva ("El hijo es un relámpago de futuro que nos deslumbra. Por él, por mi hijo, he visto más allá, más adentro, y más lejos, y quizás, ay, eso basta"). Toda su literatura ha sido siempre testimonial, con una arrolladora presencia del yo y con un obsesivo afán por ser memoria de una época y de unos lugares. Sus obras de ficción tienen así mucho de autobiográfico, como lo tienen sus ensayos: en realidad, la literatura de Umbral tiene la consistencia de una larga columna, que no tiene necesariamente que construirse con la prisa de la actualidad y que puede desarrollarse también en espacios mucho mayores.

"¿De qué he posado yo en la vida? De quinqui, de dandi, de revolucionario, de todo", escribió Umbral. Las gafas de pasta oscura, la melena larga, la bufanda, los jerseys claros de cuello alto, la chaqueta de pana, el largo abrigo (según las temporadas). El gato, del que tanto habló, y las mujeres. La política y el poder, la crónica rosa, las anécdotas sobre los personajes públicos que iba atrapando, sus rotundas afirmaciones y su gusto por provocar. Todo eso forma parte del personaje.

Reconocieron su escritura galardones de la importancia del Príncipe de Asturias (1996) o el Cervantes (2000) -tras una maratoniana reunión del jurado y después de 10 votaciones-, amén de otros muchos que resultaría demasiado prolijo citar. No tuvo suerte con la Academia: en 1986 fue presentado por Delibes, Cela y Areilza para ocupar el sillón F. A pesar del respaldo de sus padrinos, el elegido fue José Luis Sampedro.

Entre sus libros, que son más de ochenta, destacan Las ninfas (1975), La noche que llegué al Café Gijón (1977), Trilogía de Madrid (1984), El socialista sentimental (1999), ¿Y cómo eran las ligas de Madame Bovary? (2003) y Días felices en Argüelles (2005). En marzo de este año publicó el último, Amado siglo XX, donde hacía un balance de su vida.

"Quizá la literatura sea eso", escribió en Mortal y rosa. "Desaparecer en la escritura y reaparecer, gloriosamente, al ser leído. Por eso no hay que hacer demasiado evidente el esfuerzo del pensamiento al escribir. Para no entorpecer la resurrección de la carne que glorifica al autor cuando es leído. Toda lectura tiene, por lo menos, este doble fondo. Hay una superficie de prosa, de ideas, y debajo, como una figura inmovilizada dentro del hielo, está el autor".

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