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Dos hombres y un mito: el doctor Fausto y Dorian Gray

Una fatalidad pesa sobre toda superioridad física e intelectual, esa especie de fatalidad que sigue, a través de la Historia, los pasos vacilantes de los reyes. Es mejor no ser diferentes de nuestros contemporáneos. Los feos y los estúpidos son los mejor librados desde ese punto de vista en este mundo”.

Estas palabras de Basilio Hallward, pronunciadas a modo de sentencia en el capítulo I de El retrato de Dorian Gray, advierten magníficamente del sino que comparten los dos personajes sobre los que va a versar este ensayo. Ambos dramas tienen un origen común: la soberbia. El joven galán y el anciano doctor se sienten superiores al resto de la humanidad: el uno, por su belleza; el otro, por su sabiduría. Esas cualidades jugarán, paradójicamente, en su contra, por ellas acabarán perdiéndose.

Dorian no soporta la idea de que el tiempo marchite su beldad; a Fausto le pesa el conocimiento de que, a pesar de su vasta cultura, morirá con muchos interrogantes, como cualquier mortal. Aun siendo superiores, ambos saben que llegará el momento de equipararse a sus congéneres, y no pueden soportar tal mediocridad.

A la luz de esta idea, el razonamiento de Basilio es muy acertado. Para Dorian, quizás hubiera sido mejor no ser un Adonis, así la fealdad de la vejez no le resultaría tan extraña y aterradora; y en cuanto a Fausto, el hecho de ser un hombre erudito e inteligente le lleva a la certidumbre de que el hombre, en su corta vida, a pesar de su dedicación, es incapaz por sí mismo de saciar plenamente su curiosidad, de resolver su inseguridad ante el misterio de la existencia. Esto lo expresa claramente el personaje al principio de la obra, cuando, desencantado de toda ciencia y repasando los logros acumulados a lo largo de su vida, finalmente él mismo concluye: “Con todo, tú sigues siendo Fausto, sólo un hombre”.1

Por suparte, Dios no parece estar dispuesto a calmar la desesperación de nuestros protagonistas; no así el Diablo, que acude solícito a satisfacer sus ruegos. Fausto quiere conseguir lo que en toda una vida de esfuerzo y dedicación no ha logrado: fama, riquezas, poder... A cambio de la consecución de tales dones está dispuesto a hacer entrega incluso de su alma: “Aunque tuviera tantas almas como estrellas”, dice, “todas las daría a cambio de Mefistófeles. Con él seré yo el gran emperador del mundo” (acto I, escena IV). También Dorian condena su alma cuando en el estudio de Basilio, su amigo pintor y autor del macabro retrato, desesperado ante la idea de que la imagen del cuadro conservaría su belleza y lozanía, aun cuando él acusara el paso del tiempo, pronuncia la súplica que propiciará el maleficio.

Con ecos medievales resuena otra idea en sus oídos: ¡La fama! “¡Que admiren el nombre de Fausto los confines de la tierra mientras perdure su hermosa estampa!” (acto III, escena II), dice el intrépido doctor cuando Mefistófeles le propone visitar al Papa. También Dorian disfruta de la fascinación que su belleza produce en los demás, le gusta ser objeto de comentario. Así lo confiesa en el último capítulo de la obra, cuando ya el personaje está algo hastiado de sí mismo y abriga serias intenciones de rectificar su frívola conducta. Al dar por terminada una velada con Harry (su particular Mefistófeles, disfrazado de amigo), de vuelta a casa dos muchachos se cruzan con él: “Oyó a uno de esos cuchichear al otro: ‘Es Dorian Gray’. Recordó cómo le gustaba antes que la gente le señalara con el dedo, le mirase o hablara de él”.

En aras del renombre, ambos han dado un terrible paso: sus almas están empeñadas. La ilusión de contentar su ambición les llevó a no valorar exhaustivamente las consecuencias del acto en sí. Pero cuando Fausto se queda a solas en su cámara tras la visita de Mefistófeles, el personaje tiene la oportunidad de calibrar la importancia de la propuesta que ha hecho al Maligno. El osado erudito pierde entonces la seguridad con que al principio renegaba de Dios; incluso antes de firmar con su sangre el pacto, ya necesita darse ánimos y cobrar fuerzas para seguir adelante con él. “No retrocedas ahora. ¡Ánimo, Fausto! / ¿Por qué esos titubeos? ¡Ah, algo me resuena en los oídos! / Abjura de esta magia, vuelve a Dios de nuevo. / ¿A Dios? Él no te ama: / El Dios al que sirves es tu propio apetito / y en él está trabado tu amor a Belcebú” (acto II, escena I).

En el caso de Dorian, hay que sumarle el factor sorpresa. Hasta que no hace su primera fechoría (abandonar cruelmente a Sibila Vane) y observa que el retrato empieza a acusar los estigmas de su pecado, permanece ignorante de su insólita situación. Fausto sí ha podido meditar sus pasos, siquiera ligeramente; él, no, y la sorpresa con que descubre el cumplimiento de su petición le aturde y le llena de pavor: “¿Seguramente su anhelo no había sido escuchado? Tales cosas eran imposibles. Pensar en ellas solamente parecía monstruoso. Y, no obstante, el retrato estaba ante él, con aquel rasgo de crueldad en la boca” (capítulo VII).

Sin embargo, ni uno ni otro se echa a atrás. Fausto piensa: “¡Riquezas! / Mío será el señorío de Emden!”; Dorian saborea esto otro: “Eterna juventud, pasión infinita, placeres sutiles y secretos, alegrías ardientes y pecados más ardientes aun...” (capítulo VIII).

Con todo, sus conciencias no dejarán de atacar, como si en su interior dos entidades luchasen denodadamente por objetivos opuestos, sin obtener nunca por completo la plena satisfacción.

En la obra del dramaturgo inglés, esa lucha aparece manifiestamente a través de dos personajes: el Ángel Bueno y el Ángel Malo.

ÁNGEL BUENO: ¡Oh, Fausto! Aparta de ti ese libro de perdición / y no pongas en él tu mirada, no sea que tiente tu alma / y atraiga sobre tu cabeza la airada cólera de Dios. / Lee, lee las Escrituras. Esto otro es blasfemia.

ÁNGEL MALO: Sigue adelante, Fausto, con ese arte eximio / que contiene todos los tesoros de la Naturaleza: / sé en la Tierra como Júpiter en los cielos, / dueño y señor de estos elementos.

La obra de Wilde, menos alegórica, opta por la encarnación de esas dos polaridades en dos seres humanos: Lord Henry, la influencia perniciosa, y Basilio Hallward, su fiel amigo, que, como premio a sus buenos consejos, recibirá la muerte de manos del mismo Dorian. El joven, como Fausto, sabe distinguir el bien del mal, pero la senda de la beatitud no le resulta atractiva.

Dorian, Fausto. Podrían ser las dos caras de un mismo hombre, que se niega a aceptar con sumisión su destino: la decrepitud y la incertidumbre.

Así es la vida. Una bella melodía suena y, de improviso, el silencio, aterrador. Los miembros de la orquesta enfundan sus instrumentos, y desaparecen. Sólo los mitos perduran.

Notas

  1. De las versiones del mito fáustico, en esta cita y las que suceden a ella, hacemos referencia a la obra dramática The Tragicall History of Dr. Faustus, del dramaturgo inglés Christopher Marlowe, contemporáneo de Shakespeare. Parece ser que esta pieza pudo estar inspirada en otra, menos conocida, de un librero llamado Johann Spies, Historia von D. Johann Fausten, conocida también como Volksbuch, traducida al inglés y a otros idiomas al poco de ver la luz (1587), dado el éxito de público que alcanzó en su época, a pesar de que no se le reconozca calidad literaria de interés.
Luisa Pastor Martínez
Via:Letraria.com

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