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Montañas de libros y un dedo sin nombre


Publicada la nueva y más fiable clasificación de la edición mundial, realizada a partir de los datos de la consultora Rüdiger Wischenbart. En 2012, 59 grandes grupos de 16 países alcanzaron un volumen de negocio de 57 millardos de euros, lo que no está nada mal en estos tiempos. Las novedades se centran en la aparición y consolidación de grandes grupos editoriales de las naciones emergentes —China, Rusia, Brasil, India, Indonesia, Sudáfrica— y en el evidente predominio de la edición educativa y profesional. El primer puesto del ranking lo sigue ostentando la británica Pearson (6.913 millones de euros), cada vez más centrada en el negocio educativo. Random House (2.142 millones de euros y más de 10.000 títulos publicados), la filial de Bertelsmann, asciende de la 8ª a la 5ª posición del palmarés, favorecida por el éxito global de la serie Cincuenta sombras de Grey y por el control de la mayoría de Penguin (cedida por Pearson). Planeta (1.675 millones de euros), el primer grupo editorial español, desciende de la 6ª a la 8ª posición a consecuencia de la contracción del mercado interior y de la restricción a las importaciones de libros en Argentina, pero sigue presente en 25 países con más de un centenar de marcas diferentes. El segundo —y último— grupo español en la lista de oro es Santillana (734 millones de euros), la división editorial de Prisa, que ocupa el puesto 25º (el 24º en 2011) y logra bandear la crisis del mercado interno con un aumento estratégico de su penetración en Latinoamérica. En general, los megagrupos de los países más afectados por la crisis (España, Japón) son los que pierden posiciones respecto al año pasado, aunque la mayor movilidad se registra en la segunda mitad de la tabla, en la que abundan las editoriales de los países emergentes. Por lo demás, y según datos proporcionados por la Agencia Española del ISBN, la edición en nuestro país sigue adoleciendo de cierto minifundismo: el año pasado 21 sellos (el 0,6% del total), que publican más de quinientos títulos anuales, fueron responsables del 20% de todos los publicados; mientras que, en el extremo opuesto, otros 1.562 (el 47% del total), con un ritmo de publicación menor de 5 libros/año, totalizaron el 3% de los títulos.
Joyceana
Conmoción en el ultraconservador y cerradísimo gremio de los eruditos joyceanos por la reciente publicación por la editorial irlandesa Ithys Press de un “inédito” del autor de Ulysses (1922), quien afirmó haber introducido en su obra maestra suficientes “enigmas y misterios” como para mantener a los profesores ocupados durante siglos. El pequeño volumen, que se publica en edición de lujo de tan sólo 180 ejemplares (10 de ellos, diseñados por el artista sevillano especialista en “marmolado” Antonio Vélez Celemín, se venden a 2.500 libras), se titulaFinn’s Hotel y reúne un conjunto de prosas a las que Joyce llamó irónicamente epicletos (“pequeñas épicas”). Se trata de breves viñetas o cuadros narrativos de carácter serio-cómico que tratan diversos aspectos del modo de ser y de la historia de los irlandeses, y que fueron compuestos en 1923, quizás como distracción o descanso de la ingente dedicación al Ulises. Aunque algunas ya habían sido publicadas, ahora aparecen todas juntas y con el título unitario que, al parecer, les destinaba Joyce. Algunos eruditos creen ver en ellas esbozos o esquemas para Finnegans Wake (1938), aunque otros tienden a pensar que se trata de una obra distinta que fue rápidamente abandonada por el autor. El paso a derecho público de las obras de Joyce en 2011, cuyos herederos ejercían un riguroso control sobre los textos (recuérdese que Cátedra tuvo que retirar de las librerías su edición deUlises), ha provocado una pequeña avalancha de reediciones y nuevos comentarios. En España acaba de aparecer Sobre la escritura (Alba), una breve antología de textos joyceanos sobre el proceso creativo y sus aledaños en la que también se incluyen algunos fragmentos autobiográficos.
Accidente
Se habla a menudo de la RAE, pero rara vez para encomiar su decisiva contribución a la salud colectiva (y no me refiero a la intelectual). Lo cierto es que desde que la docta, longeva y todavía falócrata institución pusiera su diccionario en Internet y en abierto ha descendido ostensiblemente el número de accidentes laborales en el gremio de los escribidores y, en general, entre todos los interesados por la lengua común de casi quinientos millones de hispanohablantes. La última edición en papel y encuadernación de lujo (otro chollo para Espasa) fue la 22ª, publicada en octubre de 2001: su tamaño y volumen la hacían difícilmente manejable, y su peso (3,5 kilos) la convertía en un arma temible, sobre todo cuando se deslizaba por accidente de las manos o el atril y se estrellaba contra los sufridos dedos de los pies del usuario, causándoles todo tipo de moratones y estropicios. La última vez que sufrí uno de esos percances fue la semana pasada, cuando una interrupción del servicio de mi proveedor de Internet me llevó a consultar el ya arqueológico tomo, que guardo como reliquia en la estantería de los libros de consulta, muy cerca del imprescindible y (doblemente) voluminoso Diccionario del español actual (Aguilar), de mi admirado Manuel Seco y sus colaboradores, y de una vetusta edición del Dictionary of Modern Phrase and Fable, de Brewer’s. Un tonto descuido provocó la caída del mamotreto y el consiguiente aplastamiento del cuarto dedo de mi pinrel izquierdo, causándome un considerable dolor que me suscitó un exabrupto casi tangente a la blasfemia, previo a que el apéndice (antes) articulado adquiriera un color cárdeno formado por una ilimitada gama de tonos entre el carmín y el azul índigo. Desde entonces mi susodicho dedo permanece enfundado en una férula protectora que impide su roce con el calzado, por lo que me siento algo más aliviado, gracias. Y, además, ya vuelvo a disponer de Internet, con lo que se aleja el peligro de una repetición del accidente. La paradoja es que recurrí al diccionario porque siempre me ha extrañado la inexistencia (o quizás desuso) de un término castellano que designe precisamente los dedos de los pies. Los ingleses tienen sus toes, los franceses sus orteils y los alemanes sus zehen, pero nosotros debemos conformarnos con el casi perifrástico “dedos de los pies”. Lo mejor de todo es que, con el regreso de Internet pude enterarme de que, además de los médicos, que lo utilizan frecuentemente, al menos en México y en Chile los lugareños que desean más precisión se refieren a los delicados apéndices como “ortejos”, sin duda un derivado de la misma raíz latina que orteil. El DRAE no recoge dicha palabra, lo que no deja de sorprender en un diccionario que se quiere panhispánico. Quizás fuera a cuenta de esa ausencia por lo que ayer tuve un extraño sueño en el que todas mis extremidades eran de palmípedo, incluyendo una coquetona membrana interdigital como la que luce con orgullo Leni, la amante de Josef K en El proceso (1925), tan bien interpretada por Romy Schneider en la peli(1962) de Orson Welles.
El Pais

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