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La casa redonda


Un domingo de primavera de 1988, una mujer india ojibwe es agredida en la reserva donde vive en Dakota del Norte. Los detalles de la brutal violación tardan en conocerse ya que Geraldine Coutts ha quedado traumatizada y se niega a revivir o contar lo ocurrido, tanto a la policía como a Bazil, su marido, y a Joe, su hijo de trece años. En solo un día, la vida del muchacho da un vuelco de forma irreversible. Intentará ayudar a su madre, pero esta se atrinchera en la cama hasta naufragar paulatinamente en un abismo de soledad. Cada vez más solo, Joe se verá arrojado de forma prematura al mundo de los adultos para el que aún no está preparado.
Mientras su padre, juez tribal, intenta conseguir que se haga justicia, Joe se siente frustrado con la investigación oficial y, con la ayuda de sus leales amigos, Angus, Cappy y Zack, se propone encontrar algunas respuestas por su cuenta. Su búsqueda les conducirá en primer lugar a la casa redonda, un espacio sagrado y de culto para los nativos de la reserva. Y esto no será más que el principio. 
«Una poderosa novela que merece la pena leer.»
Michiko Kakutani, 
The New York Times
«La casa redonda presenta un lenguaje asombroso que recuerda la coloratura de Faulkner, García Márquez y Toni Morrison. Profundamente emotiva e imposible de olvidar.»
USA Today


Capítulo uno
1988

Unos pequeños árboles habían atacado los cimientos de la casa de mis padres. Tan solo eran unas plántulas con un par de tiesas y vigorosas hojas. Aun así, los tallos de los retoños habían conseguido deslizarse por las delgadas grietas de las tablillas decorativas y marrones que cubrían los bloques de cemento. Habían crecido dentro del muro invisible y no resultaba nada fácil arrancarlos. Mi padre se limpió la frente con la palma de la mano y maldijo su resistencia. Yo utilizaba una vieja y oxidada horquilla para dientes de león con el mango astillado; él blandía un largo y fino atizador de hierro para chimenea, que probablemente resultaba más perjudicial que beneficioso. A medida que mi padre taladraba la tierra a ciegas, allí donde intuía que podían haber penetrado las raíces, seguramente realizaba en el mortero oportunos agujeros para los pimpollos del próximo año.
Cada vez que yo lograba desenterrar algún arbolillo a duras penas, lo colocaba a mi lado, como si fuera un trofeo, en la estrecha acera que rodeaba la casa. Había brotes de fresnos, olmos, arces, arces americanos e incluso una catalpa de buen tamaño, que mi padre guardó en un tarro de helado y regó, pensando que podría encontrarle un sitio para replantarla. A mí me parecía un milagro que esos minúsculos árboles hubieran sobrevivido al invierno de Dakota del Norte. Habían recibido agua, desde luego, pero escasa luz y apenas unas migajas de tierra. Aun así, cada semilla había logrado enterrar y afianzar una raíz en lo más hondo, así como asomar fuera un zarcillo. 

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