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"Nuestra vida está basada en la decepción, desde pequeños"

El artista alemán Anselm Kiefer firma la sobrecogedora escenografía de la ópera 'Elektra', de Richard Strauss, en el arranque de la temporada del Teatro Real.

Cuando trabaja en su taller de las afueras de París, quizá mientras escucha canto gregoriano o algo de la última etapa de Schubert en los altavoces del equipo que tiene por toda la nave, sucede a veces algo maravilloso. Puede provocarlo acontecimientos distintos, da igual, pero siempre tiene que sorprenderle y producirle un shock. Solo entonces, dice, es capaz de empezar una obra. Así funciona. Pero en ese instante también suele asaltarle una recurrente sensación, entre placentera y extraña: "En ese momento me siento preparado para morir".

No pasa nada. Anselm Kiefer (Donaueschingen, 1945) está en plena forma. No hay que temer. Pero él, que aspiraba a ser Jesús cuando era niño ("debía de ser el complejo de genio", dice con sorna) admite que piensa cada día en su propia muerte para darle sentido a la vida. Es algo que le asusta, claro, como a todos, pero básicamente por no saber lo que encontrará luego. A la espera de ese momento, ayer estuvo en Madrid para asistir en el Teatro Real al estreno de Elektra, de Richard Strauss, y comprobar cómo la monumental escenografía que creó para este montaje en 2003 encierra otra vez el asesinato en un solo acto. El montaje se estrenó en el Teatro San Carlo de Nápoles hace ocho años y fue la primera incursión de Kiefer en la ópera. Pero hace dos años, repitió en la Bastilla con Am Anfang (Al comienzo), una espectacular obra que él mismo escribió. Ahora quiere aparcar todo el asunto lírico un tiempo. "En la Bastilla pude escoger hasta el último detalle. Fue un gran desafío. Pero yo soy pintor, no escenógrafo. La música me inspira mucho, pero como la poesía. Solo trabajo cuando recibo un fuerte shock. Así empieza todo", explica.

¿Y cómo acaba? Nunca. En su estudio acumula obra de años atrás, decenas, que de repente decide se revela inacabada. Y así podría estar hasta el infinito. El problema es que en un momento dado alguien se queda una de sus cotizadísimas piezas y pierde el control sobre ella. "Y ni siquiera. Porque muchas veces mutan de color, ¡se vuelven verdes! y eso impresiona mucho a los coleccionistas", suelta con una carcajada.

Experto en el shock como estadio creativo, en captar la radical belleza de ese instante antes del colapso total, no parece que la catástrofe del mundo le inspire hoy demasiado. "Mi arte no vive de la política. Ni del presente. Pienso a largo plazo, leo los periódicos tres semanas después. Es cierto que vivimos en un límite, pero parte de la culpa es de los medios. Los eventos son como fantasmas que aparecen y desaparecen. Pero es cierto que hay que controlar esos mercados; es muy perverso que se pueda apostar por el derrumbamiento de un país".

Biográficamente fronterizo, Kiefer creció en uno de los bordes alemanes con Francia. Se mudó a la vecina porque la cultura "es más cartesiana y lógica". Pero el horror del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial marcaron su obra para siempre. Hoy recela de los nacionalismos que hunden la idea de la Unión. "No tiene sentido. Alemania es una nación de 1871. Lo natural es disolverse en Europa y buscar los orígenes en pequeñas naciones como la vasca, la catalana, el norte de Italia, el sur... Pero no podemos volver a eso del dinero de cada uno".

Y en ese límite histórico que describe, resulta que el arte se ha vuelto refugio seguro para inversores, para el dinero negro y ganancias de especuladores. "Es un gran accidente. Sucede porque no pueden invertir en una canción, en un poema. El arte se come, se consume. Es perfecto para eso", dice con una sonrisa que deja escapar toda la repugnancia que siente.

¿Y está seguro de que su obra no se presta a eso? "Prohíbo que se exhiba en ferias, el lugar más horrible del mundo. Pido a mis galeristas que solo vendan a museos, les doy una prima por ello. Todo el mundo puede ver ahí el arte y no se especula con él. A mí no me importa la aceptación que tenga lo que hago. No investigo sobre eso. Al contrario, a veces freno las ventas, el mercado está sobreexplotado. Vivimos lo que Adorno predijo hace 50 años: el arte es entretenimiento. Fin de semana. Y eso no es en absoluto lo que debe ser".

Y así, la conversación desemboca de forma natural en Damien Hirst y la salvaje demolición del arte que, según Kiefer, emprendió hace dos años. Le conoce muy bien, dice. "Logró hacer antiarte, justo lo que no debe ser. Y está bien, porque a veces tiene que destruirse para que se cree algo nuevo. ¡Dos días antes del big crash lanzó la gran subasta en Sotheby's contra el arte! [la casa de pujas subastó por primera vez en su historia obra nueva de un artista vivo] ¡Es un genio para asesinar el arte! Sabe lo que hace".

Encerrado en su atelier, el artista alemán más francés("pero yo quiero ser artista europeo", reivindica) asegura que vive al margen de lo que se opine de él. Y cree que no es su posición de privilegio la que le permite adoptar esa postura. Es como debe ser, y punto. "El arte tiene que estar en el underground, yo estoy en el underground. Trabajo en niveles diferentes, mucha gente no ve lo que hago. Quizá no lo entiende. Pero me da igual, ya lo verán en otro momento". Ni siquiera, asegura, se siente especialmente decepcionado por la gente que le ríe las gracias sin entenderlas. "Nuestra vida está basada en la decepción, desde pequeños. Luego se convierte en una desilusión que nos conduce hasta el final, cuando nos volvemos espíritus". Y para ese día, aunque sea solo en determinados momentos, ya está preparado.

El País

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