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Un adiós desde lejos

Thomas Mermall era un hombre bueno y cordial que había sobrevivido sin amargura ni queja a la persecución y luego al temprano desarraigo. De la mano de su padre había huido a los seis años de los nazis. Junto a él huyó unos años después de la gran cárcel comunista en la que se estaba convirtiendo la Europa fronteriza de sus orígenes, entre Ucrania y Hungría, a la que solo pudo regresar medio siglo más tarde, en busca de los lugares de su infancia y del campesino que al esconderlos a él y a su padre en su granero les había salvado la vida, arriesgando la suya y la de su familia con una generosidad sobre la que Thomas no dejó nunca de interrogarse. Con esa plasticidad alucinante de los niños, a los 15 años Thomas Mermall era un adolescente judío y americano de Chicago, que se había aficionado al fútbol y a la lengua española en uno de esos rodeos a los que se acostumbran los exiliados, pues él y su padre, fugitivos de Europa, pasaron por Chile antes de viajar a Estados Unidos.

A los seis años se había despedido de su madre, que estaba enferma y no pudo o no quiso unirse a la huida. Pero la recordaba siempre con exactitud, con una intacta dulzura que no dejó de alimentarlo y ampararlo. A la influencia de su madre atribuía él su disposición animosa, que lo volvía inmune a la amargura y más aún al resentimiento. Y es verdad que uno reconocía en él la salud de espíritu y la sólida templanza que tienen muchas veces los que fueron muy queridos de niños. No le habrían faltado motivos de queja. En Chicago, en la adolescencia, la dulzura de aquel padre que lo había salvado en el bosque se volvió hosca lejanía. Su padre se volvió a casar, con una superviviente de un campo de exterminio. Cada persona responde al sufrimiento extremo de manera distinta. A esta mujer la experiencia del campo la había convertido en un ser atormentado, de una íntima mezquindad monstruosa, que se volcaba en el rechazo hacia el hijo que no era de ella, el que preservaba la memoria y tal vez los rasgos de aquella otra que había muerto en Auschwitz.

Thomas retrató sin rencor a esa madrastra amarga en su libro de memorias, Semillas de gracia, en el que puso tanta ilusión estos últimos años. Lo escribió en inglés, pero por ahora solo está publicado en español, muy bien traducido por Eva Rodríguez. Lo presentamos con Eduardo Lago en Nueva York, hace unos meses, en mayo. Por entonces Thomas ya había sufrido varias sesiones de quimioterapia, y se preparaba para una operación, pero aún no parecía enfermo. Era un hombre alto, enjuto, muy ágil. Tenía 73 años, pero no aparentaba ni sesenta. Tenía la piel tersa y una mirada muy viva, y al sonreír se le llenaba la cara de alegría. Ni siquiera se le había caído el pelo. Unos meses antes me había contado en una carta que acababan de diagnosticarle un cáncer de páncreas. "67 años después de escapar de los nazis por primera vez me enfrento a un enemigo más temible".

Nos veíamos de vez en cuando, nos escribíamos para contarnos lecturas y celebrar entusiasmos compartidos. Unos años atrás él se había jubilado sin pesar de la universidad, muy desengañado por la estrechez intelectual y el dogmatismo ideológico que se habían ido imponiendo en los departamentos de humanidades. Su conocimiento de primera mano de los efectos del totalitarismo lo había vacunado tempranamente contra cualquier forma de ortodoxia estética o política. Era un liberal de corazón, en el antiguo sentido español de esa palabra que le gustaba tanto. Su antipatía radical hacia las dictaduras comunistas y hacia las frivolidades prodictatoriales de la izquierda menos ventilada no atenuaban sino que fortalecían sus convicciones progresistas. Fue un hombre que se enamoró mucho y que disfrutó y sufrió mucho por amor, y supo contarlo con una sinceridad que no excluía la delicadeza, pero sí el exhibicionismo, o el cinismo. Yo le decía siempre que me recordaba a un personaje de Truffaut. Era l'homme qui aimait les femmes, el hombre que amaba a las mujeres, no el cazador o el depredador sexual, sino el que vive encandilado por ellas, el heterosexual devoto de lo femenino, menos frecuente de lo que parece. Con su última esposa, Penelope, había alcanzado una felicidad pasional y serena, que se traslucía nada más verlos juntos. "No tengo miedo de morir", me dijo la última vez que nos encontramos a solas, cuando ya nos despedíamos, en vísperas de que empezara su segundo periodo de quimioterapia. "Pero me da pena irme de la vida, que me gusta tanto, y no ver más a Penelope".

Fue en marzo de este año, a principios. Después de un invierno prolongado y muy duro disfrutábamos días aislados casi de primavera en Nueva York. Días luminosos, muy limpios, de una tibieza en el aire que tiene algo de clemencia, que uno aprende a agradecer y a celebrar más porque sabe que no durará. No nos habíamos visto desde diciembre. Quedamos en un remedo incompleto de confitería o de café francés que a Thomas le gustaba mucho, la Bergamotte, en Chelsea, en una esquina de la Novena Avenida. Nos sentábamos junto a un ventanal que daba a la calle y el sol de la media mañana nos caldeaba el espíritu tanto como el café con leche coronado de espuma y hacía más grata todavía la conversación. Antes de entrar al café ya estaba buscando su cara, temiendo no reconocerla del todo, a causa de los efectos de la quimioterapia. Pero era el mismo, y se levantó para abrazarme con la misma energía, con la sonrisa idéntica, quizás con los ojos algo más apagados, con algo menos de lustre en la piel.

Me habló sin drama de la enfermedad, de la cercanía no inverosímil de la muerte. No se le ocultaba que un cáncer de páncreas es de los más temibles. Pero me explicaba con tranquilidad, sin presunción, hasta con algo de asombro, que no tenía miedo, y que continuaba disfrutando de cada momento de su vida. Más que la idea abstracta de morir, me dijo, lo importunaba la contrariedad de que se le hubiera estropeado esa mañana la conexión a internet. Estaba plenamente, gozosamente, sumergido en nuestra conversación, y también atento a lo que sucedía a nuestro alrededor, el café lleno de gente y sin música en el que nos rodeaba el rumor de las voces, el sol en la acera, la transparencia como de cristal de aumento del aire de Nueva York. En los últimos tiempos, a raíz de un largo viaje a París con Penelope, se había puesto a estudiar con ahínco francés para disfrutar más de la literatura francesa, y estaba deslumbrado por Zola y Proust.

Hoy he sabido que Thomas Mermall acaba de morir y me ha dado pena estar tan lejos. Al salir a la mañana del domingo de finales de septiembre en Madrid he pensado en cómo le gustaban esta ciudad, estos días.

Semillas de gracia. Thomas Mermall. Prólogo de Antonio Muñoz Molina. Traducción de Eva Rodríguez. Pre-Textos. Valencia, 2011. 564 páginas. 22 euros. antoniomuñozmolina.es

El País

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