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Autobiografía desesperanzada

En un reciente texto del periodista y escritor Jesús Marchamalo sobre la biblioteca de novelistas y poetas españoles, se nos informa sobre los libros que guarda Arturo Pérez-Reverte, entre otros autores, en la suya como tesoros irrenunciables. No faltan Dumas, Scott, Stevenson, Balzac, Dickens, Eugène Sue y Galdós, etcétera. Nombres ilustres en sus diversas tendencias (desde la novela romántica, pasando por el folletín y llegando al realismo). Referencias sustanciales con las que Pérez-Reverte ha forjado las líneas maestras de su literatura. Hay autores españoles del siglo XVII, algunos de los cuales salen con programática puntualidad en su serie del capitán Alatriste, como Quevedo, Lope de Vega o Cervantes. Comparten territorio Conrad, Ortega, Chandler, Vidas paralelas de Plutarco, Patricia Highsmith y Thomas Mann, una lista ecléctica, como si constituyeran el paradigma de nuestro tiempo. Pero luego hay otros autores que, leídos o no, están condenados a su más severa indiferencia u olvido, como él mismo reconoce: se trata de nombres como Perec, Auster y Bolaño. No registro esta circunstancia para reconvenir al autor de El maestro de esgrima, sino para indicar que las filosofías compositivas de algunos autores se hacen con los que se admira y también con los que se condena al desván de los repudiados. Así ha armado Pérez-Reverte su literatura. Hospitalario con los que considera de su raza narrativa y hostil con los que no consigue congeniar. De hecho, el autor de Cartagena comienza a construir un discurso literario muy pegado a la tendencia predominante de la novela española de los años ochenta y noventa: la narración pura, la construcción de tramas muy decimonónicas, y muchas de ellas en el sentido más posmoderno del término. No es casual que por esos mismos años, un teórico de los discursos literarios como Umberto Eco publicase El nombre de la rosa, un texto de ficción a todas luces posmoderno. El club Dumas (1993) es una novela en esa estela, irónicamente intertextual (que diría el mismo Eco), incluso con líneas acusadamente metaliterarias que se cruzan para producir un texto abierto a público diverso (entre ellos la critica), cuando no incluso antagónico.

Volviendo al libro de Marchamalo, cada autor debe, después de desgranar su biblioteca, elegir, de su propia obra, su libro preferido. Pérez-Reverte elige la serie de 'Aventuras del capitán Alatriste'. Argumenta su elección con estas palabras: "Los libros de Alatriste son, quizás, los que me hagan sentir más orgulloso como escritor. Están en los colegios, los leen los jóvenes y muchas personas han entrado en el siglo XVII a través de ellos. Sé que si estoy en la Academia es por Alatriste". Nada que objetar al respecto. Pero también no es menos cierto que si la serie de Alatriste constituye para su autor lo más valioso de su obra es porque en ella expresa su visión quevediana del siglo XVII español, la amargura, la desilusión, la crisis del barroco, para decirlo con palabras del añorado maestro José Antonio Maravall.

Se publica ahora un nuevo título de la serie de Alatriste, El puente de los asesinos. Como en anteriores, el relato recae en Íñigo Balboa, el joven espadachín que en el momento de las peripecias junto a su "viejo amo" y otros personajes que vuelven a aparecer tiene dieciocho años. Ya sabemos que Balboa escribe desde un presente muy distante de los hechos que nos cuenta. Las coordenadas históricas son las del reinado de Felipe IV, durante una España en franca decadencia. En esta nueva entrega, que se desarrolla en Venecia, sobresale uno de los aspectos que yo más valoro en ella, además de su tono lúcidamente crepuscular: el punto de vista de la narración, su desdoblamiento en autobiografía desesperanzada (de Balboa) y en su relato admirativo del capitán Alatriste, la descripción pormenorizada del atrezzo, la fiesta y el humor del lenguaje canalla de la época, el diagnóstico sociológico. Y ese aire de novela de iniciación que esconde la novela. En medio, el fragor de las escaramuzas, la traición avizorada. En el capítulo de los recursos narratológicos, la recurrente mención a la muerte de Alatriste en una batalla por venir parece más la firma retórica del autor que un asunto de la trama, como esos cuadros barrocos donde siempre encontramos en una de sus esquinas una hoja en blanco u otro rasgo enigmático. En El puente de los asesinos reaparece el peligroso Gualterio Malatesta. Con él se enfrenta Alatriste para saldar una vieja deuda. Se cruzan las espadas y los cuchillos hieren la carne de los dos espadachines. Y ahí acaba todo. Una mutua piedad se impone. Como si perdonando al otro, se perdonaran a sí mismos. No me gustó en su momento el comienzo de El capitán Alatriste ("No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente"). Me gustó ahora el nuevo libro de Pérez-Reverte. Y me gustó sobre todo su final.

El País.

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